Enrique Medina Plá[1]

Viernes, dos de la tarde. Un profesor baja las escaleras mezclado con el bullicio de los alumnos que salen de clase. Probablemente vaya pensando en lo poco que ha podido hacer ese día. Ha tenido que mediar en una pelea por un like en un perfil equivocado, ha tenido que regañar en su tutoría por los resultados del último examen, ha tenido una larga charla, otra más, con ese otro estudiante que dice que sí a todo, pero luego, bueno, lo habitual en estos casos.

Entre medias ha podido contar algo del futuro en inglés, del complemento predicativo, pero sabe que el lunes tendrá que repetirlo porque pocos le han escuchado. Están cansados, muy cansados, y son chicos y chicas con miles de cosas en la cabeza. Es normal.

El profesor pasa por delante de secretaría haciendo recuento de las horas de verdadero descanso que podrá tener el fin de semana entre exámenes, trabajos y esas fichas que prometió hace un par de semanas y que siguen en blanco.

No lo dice, a ver a quién se lo va a contar, pero tiene la incómoda sensación de no estar haciendo gran cosa. La semana pasada fue igual. Y sabe que lo mismo sucederá en la siguiente. La imagen de un hamster corriendo dentro de una rueda pasa un par de veces por su mente.

No lo sabe todavía, se enterará el lunes por un compañero, pero en ese mismo momento hay una mujer mayor preguntando si hay plaza para su nieto. Le contarán que esa señora estuvo en el centro cuando este aún era un pequeño colegio de monjas franciscanas rodeado de descampados; que su hija estuvo también; y que ahora es el turno del más pequeño. El barrio ha crecido, ya no quedan solares vacíos y la ciudad ha terminado engullendo el barrio. El colegio también ha cambiado, ahora hay wifi, pantallas, algunas asignaturas diferentes, pero hay algo que ha perdurado desde esos primeros días, una delgada línea que ha sobrevivido más de medio siglo, invisible, obstinada, atravesando generaciones y sobreviviendo a miles de viernes con alumnos cansados y profesores frustrados.  

Y ese lunes, mientras recorre el pasillo camino de la clase, el profesor ya no pensará en roedores enjaulados. Buscará ese hilo, ese eco, esa memoria agradecida de los que estuvieron antes, y volverá a las charlas que parecen no servir, al trabajo que parece desaprovechado, a la paciencia, al servicio, al ánimo, una vez más, un poco más lejos, estirando la línea que un día, hace ya mucho, empezó a dibujar un grupo de mujeres en un pequeño colegio de las afueras.  

  1. Enrique Medina Plá es profesor del Colegio Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Madrid que forma parte de la Fundación Educativa Franciscanas de Montpellier

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