Siglo y medio de Azorín

Se cumplen 150 años del nacimiento del escritor de la Generación del 98

En los primeros años sesenta no era raro ver por las calles del centro de Madrid, en alguna librería, en el Ateneo, en la cafetería Sol o a punto de entrar en alguno de los cines de la Gran Vía, una silueta enjuta y erguida, vestida con un impecable traje oscuro con americana de botonadura cruzada de cuyo bolsillo superior asomaban las puntas blancas de un pañuelo impoluto.

Tocaba su cabeza con un bombín de color negro que coronaba un rostro hierático y apergaminado y asía con una de sus manos el mango de un paraguas cerrado. Era José Martínez Ruiz, un escritor conocido y respetado, que firmaba sus obras y sus artículos con el seudónimo Azorín.

Se cumplen 150 años del nacimiento de Azorín (Monóvar, Alicante, 8 de junio de 1873), uno de los escritores de la llamada Generación del 98, un término que él acuñó en cuatro artículos del ABC, un periódico en el que escribió desde 1905 hasta su muerte.

Agrupándolos en una misma generación, trataba de dar homogeneidad y consistencia a un grupo de jóvenes escritores e intelectuales de finales del siglo diecinueve que tenían como tema central de su obra la incertidumbre sobre el futuro de España. Entre ellos, él mismo.

Hoy la obra de Azorín, a pesar de permanecer en los manuales del bachillerato, está bastante olvidada y apenas existen nuevas publicaciones de sus novelas y de sus ensayos ni ediciones críticas (el excelente estudio «Azorín íntegro», de Santiago Riopérez, es nada menos que de 1979) mientras que sus «Obras completas» (en realidad incompletas), publicadas al final de los años cincuenta, son inencontrables.

Sobre este olvido ya se quejaban Domingo García-Sabell en un artículo publicado en El País el 4 de noviembre de 1983 y Mario Vargas Llosa en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de 1996. La conmemoración de este 150 aniversario podría ser una buena ocasión para revisar a un autor considerado ya un clásico por encima de coyunturas políticas y modas literarias.

Con una obra extensa y variada, Azorín, como Borges, consideraba que su verdadera patria era la literatura. Autor de un estilo propio, de lenguaje claro, ordenado y refractario a la retórica, hecho de frases cortas, cadencias reiteradas y modismos castizos utilizados con una exacta precisión léxica, Azorín transformaba la prosa decimonónica en algo más expresivo y sugerente.

En su temática se entremezclan la sensibilidad ante el paisaje, la melancolía por un pasado histórico de grandes gestas, el tiempo como única dimensión de la vida humana, una auténtica reverencia por la literatura clásica española y una admiración sin límites por la tradición literaria de Francia, de Montaigne, Racine y Molière a Stendhal, Proust y los Goncourt.

Iniciado ideológicamente en los principios del anarquismo literario, durante su juventud escribió artículos de encendido radicalismo en el periódico revolucionario valenciano El Pueblo, de Blasco Ibáñez. Siempre fue la prensa una de las tribunas más utilizadas por Azorín en cabeceras como El País, El Globo, Alma Española, Ahora o El Imparcial.

Desde su inicial anarquismo viró con el tiempo hacia el partido conservador de Maura y llegó a defender el golpe militar de 1936 y el subsiguiente régimen franquista, mientras en sus ensayos mutaba desde una primitiva defensa del regeneracionismo a un conservadurismo reaccionario, aunque preocupado por la educación, sobre todo literaria, que expuso en títulos como «Clásicos y modernos», «Al margen de los clásicos», «Los valores literarios», «Lope en silueta»… una preocupación también presente en obras de ficción como «El licenciado Vidriera», «Don Juan» y «Doña Inés».

Además de su ensayo «Charivari y Bohemia» (1897), en el que arremetió contra el mundillo literario madrileño, fue en sus primeras novelas donde puso también de manifiesto aquella temprana vocación revolucionaria. «Diario de un enfermo» (1900), «Antonio Azorín» (1903) y «Confesiones de un pequeño filósofo» (1904), contienen una reflexión sobre la condición humana, influída por la obra de Schopenhauer y Nietzsche, y una crítica a la vetusta España del tránsito entre los siglos diecinueve al veinte, tanto en su ámbito rural, con un retrato de la vida miserable de sus pobladores, como en el urbano de la ciudad de Madrid, donde mezclaba a los marginados del lumpen con los de una bohemia que retrataba entre patética y cochambrosa. Hay también una crítica explícita a la política de aquellos años, ineficiente y caciquil. A este mismo periodo corresponde la que tal vez sea su mejor novela, «La voluntad».

Lejos de esta línea, un nuevo Martínez Ruiz publicaba en 1905 «La ruta del Quijote» y «Los pueblos», donde ya marcaba distancias con «El alma castellana», su obra anterior de la misma temática. En 1912 publicó «Castilla», una de sus obras más representativas, donde junto al paisaje figuran ya los pequeños relatos que van a definir una de las características de la Generación del 98, la intrahistoria.

Entre las que el propio Azorín bautizó como Nuevas Obras sobresalen «Félix Vargas. Epopeya» (1928) y «Superrealismo. Prenovela» (1929) (las ediciones posteriores a la guerra cambiaron sus títulos por «El caballero inactual» y «El libro de Levante»), a las que hay que añadir «Pueblo. Novela de los que trabajan y sufren» (1930).

En los años cuarenta hace metaliteratura con «El escritor», «Capricho» y «El enfermo», con las que aborda una forma de narrar innovadora similar a la de las vanguardias europeas de la época: «El caballero inactual», «La isla sin aurora», «Salvadora de Olbena». Gómez de la Serna elogiaba en Azorín esta capacidad para atisbar el rumbo de la literatura vanguardista pero le criticaba hacerla con una estética caduca.

Simultáneamente, aunque sin mucho éxito, Azorín intentó un teatro experimental y preocupado por innovar la puesta en escena, con obras como «Old Spain», «Brandy, mucho brandy», el auto sacramental «Angelita» y la trilogía «Lo invisible», «La guerrilla» y «Falsa docente», todas ellas de claro signo moralizante.

Aunque apenas se tienen en cuenta cuando se habla de la obra de Azorín, no hay que olvidar sus trabajos de crítica de cine, un medio que le fascinó y al que dedicó mucho tiempo, sobre todo durante los últimos años de vida («una pasión de senectud», la llamó José Ángel Valente).

Azorín murió en Madrid a las nueve de la mañana del 2 de marzo de 1967, en su casa de la calle de Zorrilla. Sus últimas palabras fueron «Cuánto tarda la muerte en llegar». Tardó 94 años.

Francisco R. Pastoriza
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Periodista cultural Asignaturas: Información Cultural, Comunicación e Información Audiovisual y Fotografía informativa. Autor de "Qué es la fotografía" (Lunwerg), Periodismo Cultural (Síntesis. Madrid 2006), Cultura y TV. Una relación de conflicto (Gedisa. Barcelona, 2003) La mirada en el cristal. La información en TV (Fragua. Madrid, 2003) Perversiones televisivas (IORTV. Madrid, 1997). Investigación “La presencia de la cultura en los telediarios de la televisión pública de ámbito nacional durante el año 2006” (revista Sistema, enero 2008).

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