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La brújula de las Luces

Antonio Álvarez de la Rosa[1]

Una mujer lúcida y apasionada escribió para sí misma un texto sobre la importancia de la felicidad. Leído hoy, casi tres siglos después, ayuda a abonar la paz interior y a tratar de entender los problemas que nos siguen mortificando.

Discurso sobre la felicidad, de Madame du Châtelet (El Desvelo Ediciones, 2023, introducción y cuidada traducción de Marta Cerezales Laforet), me ha hecho reflexionar, además, sobre la actualidad del siglo dieciocho.

Se trata de la única obra íntima de una mujer (1706-1749) que fue científica y filósofa en una época en que esos tres sustantivos y sus consiguientes actividades tenían que llevarse a cabo entre las paredes del aislamiento hogareño o, en el caso de ser publicadas, bajo el disfraz del anonimato.

De hecho, este opúsculo se publicó en 1779, o sea, treinta años después de su muerte y tiene tras de sí toda una tradición epicúrea que sirvió, entre otras cosas, para fertilizar los campos del que quizá haya sido el siglo más optimista de Europa (Madame du Châtelet debió escribir el Discurso sobre la felicidad en torno a 1744, como recuerda Marta Cerezales en su Introducción: «fecha de la ruptura sentimental con Voltaire y antes de la aparición de Saint-Lambert con el que vive una última y trágica pasión»).

En un tiempo como el nuestro en el que, además, la intolerancia de los distintos fanatismos -el mismo de siempre, el que busca anular la capacidad de pensar por uno mismo- se ha vuelto a tirar al monte de las ideologías, parece aconsejable arrimarse al calor de los clásicos. Sobre todo, por una salutífera razón: conviene huir de la pereza intelectual que producen los tópicos y rechazar las «ideas recibidas», como escribía Flaubert en sus cartas, es decir, los clichés, los lugares comunes y demás frivolidades de la conversación, porque producen herrumbre en los resortes de la inteligencia.

En ese sentido, los clásicos siempre son y están de rabiosa actualidad y pueden servirnos de brújulas para no perdernos. Si contemplamos el teatro de nuestro mundo está claro que la literatura no es lo que más nos ocupa y, por supuesto, mucho menos la belleza del estilo, pero casi nada de lo demás ha cambiado: los poderosos se pavonean, siempre impunes, los cortesanos proliferan, reina la hipocresía, el feísmo campa por sus irrespetos, el mimetismo y el cinismo compiten entre sí y la opulencia de unos pocos solo crece en la creciente desigualdad social.

No sé si por «culpa» del cine o de la literatura erótica, lo cierto es que cuando pensamos en el siglo dieciocho vemos, sobre todo, salones y bailes, cabezas empelucadas, miradas picaronas cruzadas entre marquesas y marqueses, reyes entronizados o guillotinados, pero ignoramos que la mayor parte de nuestros problemas y anhelos actuales empezaban a estar sobre la mesa de los filósofos de la época (así se llamaban los intelectuales de hoy o, quizá, ya de ayer).

Desconocemos, por ejemplo, que a lo largo del siglo de las Luces una minoría selecta de hombres y de mujeres pensaban y soñaban no con la futura satisfacción de sus descendientes, sino que trataban de aprovechar los espacios y los instantes de felicidad, plenos y fugaces, del día a día.

Ese siglo estaba tan convencido de la necesidad del bienestar que, incluso, aparece reflejada en la Constitución política de la monarquía española (Cádiz, 1812), la primera Constitución, por cierto, promulgada en España y una de las más liberales de ese siglo (Duró ná y menos, eso sí, puesto que fue abolida dos años después, tras el regreso a España de Fernando VII). Así consta en su artículo trece: El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen.

Este librito -pequeño en páginas, pero de gran repercusión reflexiva- me ha reavivado las ganas de ahondar en un siglo que puso sobre la mesa del pensamiento una serie de problemas que, insisto, siguen siendo nuestros.

Sin ánimo de hacer un inventario de asuntos que aún no hemos resuelto, quizá nos convenga recordar -más que nada para bajarnos las ínfulas de la soberbia modernista- que ni la superstición ni el fanatismo están ausentes de nuestro mundo de hoy, que siguen muy presentes horóscopos, cartas del tarot, quiromancias, aplicaciones astrológicas y demás espejismos para aclarar nuestro destino.

Otro ejemplo de ahora mismo. Para no acabar con los privilegios de la Iglesia católica, el Gobierno español acaba de repartir café fiscal para todas las religiones. Sin embargo, en el siglo dieciocho están las raíces del laicismo, es decir, de la separación y neutralidad del Estado respecto a cualquier credo religioso, porque los filósofos de las Luces tuvieron el valor de reivindicar la tolerancia como un derecho del ser humano.

Fue también en ese siglo cuando empezó a plantearse la tristemente famosa cuestión de la identidad con la que nos seguimos tropezando a diario en boca y pluma del reaccionarismo rampante, porque el cosmopolitismo es una ideología que hemos heredado de las Luces y se resume en que el único cimiento de la comunidad política son los principios universales, es decir, los derechos humanos y la democracia.

En resumen, la modernidad y la herencia del siglo dieciocho radica en todo aquello que sus cabezas pensantes quisieron llevar a cabo y aún no hemos conseguido. De ahí que el Discurso sobre la felicidad de Madame du Châtelet siga resonando por su clarividencia.

Como muestra, una reflexión que podría estar dirigida al ciudadano de ahora mismo: «Otra fuente de felicidad es estar libre de prejuicios y solo depende de nosotros deshacernos de ellos. Todos tenemos la inteligencia necesaria para examinar las cosas que nos quieren obligar a creer, para saber, por ejemplo, si dos y dos son cuatro o cinco. En este siglo no faltan posibilidades para instruirse. Sé que existen otros prejuicios además de los de la religión y creo que es muy bueno deshacerse de ellos; sin embargo, no hay ninguno que influya tanto en nuestra felicidad y nuestra desgracia como el de la religión. Quien dice prejuicio dice una opinión que hemos recibido sin que haya sido verificada porque no puede serlo. El error no puede nunca ser un bien y es, seguramente, un gran mal en las cosas de las que depende la conducta de la vida» (págs. 25-26).

  1. Antonio Álvarez de la Rosa es Catedrático de Filología Francesa, además de autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
    Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.
    Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.

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