
Hace muchos años leí en una revista que en los Estados Unidos permitían a algunos personajes muy conocidos poner sus nombres en las matrículas de sus coches, en lugar de los números y las letras correspondientes, por ejemplo SINATRA. Uno de aquellos privilegiados era un español. En la placa de su Rolls Royce figuraba la palabra CUGAT.
Xavier Cugat fue, efectivamente, en las décadas de los años cuarenta, cincuenta y buena parte de los sesenta del siglo veinte, uno de los personajes más populares de los Estados Unidos. Y de todo el mundo.
Director de orquesta, compositor, protagonista de muchas películas musicales de la época dorada de Hollywood, con ¡cuatro! estrellas en el Paseo de la Fama, de presencia asidua en las revistas del corazón… en las fotografías se le veía siempre en compañía de mujeres muy jóvenes, de una belleza insultante, que sus coetáneos envidiaban.
Xavier Cugat nació al mismo tiempo que el siglo veinte, el 1 de enero del año 1900. Sus padres catalanes emigraron a La Habana cuando sólo tenía cinco años y vivió su adolescencia formándose como violinista en la orquesta del Teatro Nacional de Cuba.
Con el violín que sus padres le regalaron unas navidades emigró a Nueva York persiguiendo el sueño que en La Habana sabía que nunca podría alcanzar. En esa ciudad ya vivían dos de sus hermanos. Uno de ellos, Francis, fue quien pintó para Scott Fitzgerald la portada de la primera edición de «El gran Gatsby».
La vida de Cugat fue de las más excitantes del mundo del espectáculo musical en unos años en los que la radio, los conciertos en los grandes teatros, las galas de los bailes en los salones de los hoteles de lujo y los musicales de Broadway y Hollywood proporcionaban a sus protagonistas un halo de glamour y popularidad que desde Los Ángeles y Nueva York se expandía a todo el mundo.
Aunque su trayectoria se puede leer en varias biografías, faltaba un relato que contase su vida desde una mirada más cercana a la persona que al personaje. Ese relato es «Confeti», de Jordi Puntí, que acaba de publicar en castellano la editorial Anagrama. Se trata de una novela en la que, fiel a los acontecimientos de su biografía, el narrador se acerca al Xavier Cugat más íntimo, hasta el punto de fundirse con el personaje en una genial transmutación literaria entre músico y escritor.
Esta biografía novelada sobre Xavier Cugat se construye alrededor de las mujeres con las que aparecía en las fotografías de aquellas revistas. Algunas fueron cantantes de sus orquestas con las que se casó, se divorció y vivió relaciones que oscilaron entre el éxtasis amoroso y el tormento de las rupturas. No está claro si llegó a casarse con Rita Montaner, una soprano a la que había conocido de niño en La Habana cuyo matrimonio habría durado dos años.
Algunos de sus biógrafos afirman que su primera mujer fue Carmen Castillo. La conoció en Los Ángeles, en la mansión de Dolores del Río, actriz a la que doblaba en algunas películas. Carmen también era mexicana, de Veracruz, donde había dejado a sus padres y a una veintena de hermanos.
Cugat la incorporó a su orquesta y ella lo acompañó como cantante en las giras y durante los diez años que duraron los conciertos en el salón de baile del hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Interpretaban tangos, foxtrots, rumbas y los ritmos caribeños que se pusieron de moda entre los americanos antes de que Benny Goodman llevara el swing a todo aquel ambiente.
Luego Cugat tuvo un romance con otra de sus cantantes, Nina Rosa (tenía 18 años y él 45), además de flirts (unos reales y otros inventados) con Esther Williams, Hedy Lamarr, Mae West, Lina Romay, Joan Mitchell… antes de conocer a Lorrain Allen, una belleza que abandonó al productor de cine Busby Berkeley para casarse con él. La conoció durante el rodaje de «Holiday in México», una película de George Sidney en la que Cugat se interpretaba a sí mismo.
Esta vez el matrimonio duró cuatro años. Fue al separarse cuando conoció a Abbe Lane, una joven judía de Brooklin de dieciocho años (Cugat, 51), extraordinariamente guapa, a la que conoció como corista de un musical de Broadway cuando cantaba «Bésame mucho», con un feeling erótico que lo desarmó. Se casaron en una suite del hotel Casablanca de Miami Beach y ella fue la estrella más rutilante de todas las bandas que había dirigido Cugat: «mi nombre aparecía escrito en minúsculas debajo del suyo, poco después la medida se igualó, y un buen día, quien actuaba era Abbe Lane, con rótulos luminosos, arropada por la orquesta de su marido, que resultaba ser Xavier Cugat».
Con ella vivió los doce años más felices de su vida, hasta que aquella belleza se hastió del hombre consumido por los celos que comenzaba a manifestar los primeros síntomas de su decadencia. Se separaron en 1964 cuando Abbe Lane se fue con el diseñador Oleg Cassini.
Cugat aún tuvo fuerzas para vivir otro romance intenso con la española Charo Baeza, una sex simbol de diecisiete años con la que se casó a los 66 en el Caesar’s Palace de Las Vegas, deslumbrada ella por todo el lujo y el esplendor que rodeaba la vida de Cugat. Se separaron en 1978 aunque mantuvieron su amistad de por vida.
Cercano ya a la ancianidad Cugat decidió vivir sus últimos años donde había nacido. Mientras esperaba localizar una casa de campo en l’Ampordá, que no llegó a encontrar, se alojó en la suite 306 del hotel Ritz de Barcelona, dedicado a la pintura, al dibujo y a sus recuerdos. Estuvo acompañado primero por una mexicana morena y exuberante y más tarde por Nina, una rubia catalana que hacía también las veces de secretaria para todo.
Además de por sus mujeres, la imagen de ‘Cugie’ (el apelativo se lo puso Fred Astaire) se identifica con los perros chihuahuas que lo acompañaban, el peluquín con el que ocultaba una calva prematura, la pipa en la que hacía tiempo que ya no fumaba y las caricaturas que dibujaba incesantemente.
Murió en una clínica de Barcelona el 27 de octubre de 1990 sin cumplir el deseo que había manifestado muchas veces: llegar a los cien años y terminar su vida al mismo tiempo que el siglo con el que había nacido.