Tiempos convulsos…
Decidimos escribir porque percibimos una responsabilidad, primero hacia todas las personas que atendemos directamente en nuestros servicios pero también con la amplia comunidad que incluye a todos los seres humanos.
En un momento en el que todo se desmorona, nos sentimos en la necesidad de expresar que algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia, cuando desde las políticas de Salud, se prioriza la enfermedad o el no contagio como recuperación o forma de vencer al virus y se deja de lado, lo que se define por Salud en nuestra Ley de Salud Pública. Salud cómo la capacidad de vivir de manera autónoma, solidaria y gozosa. Es decir, Salud cómo algo más que sobrevivir o no enfermar. Salud, cómo tener la capacidad de desarrollar un proyecto personal y social, la capacidad para ser solidarias con las personas que nos rodean, de amarlas, de no abandonarlas. Es capacidad para cuidar y para cuidarnos.
Se nos hace consciente nuestra fragilidad cómo humanidad y nuestra interdependencia, no sólo entre los pueblos y personas, sino también del planeta en el que habitamos. Nuestra pretendida y sobrevalorada autonomía moderna, tantas veces malentendida cómo autosuficiencia, parece que no es suficiente para el mantenimiento de lo más básico: vivir.
Ser vulnerables significa asumir que necesitamos apoyo, cuidado y afecto porque carecemos de ello. Una sociedad que hace tambalear los vínculos humanos, no facilita la resolución cooperativa de las dificultades que presenta.
En los diferentes colectivos que atendemos en nuestros servicios, se dan tres de las carencias, a las que hace referencia la Doctora Román, que las intervenciones que realizamos deben combatir: la falta de estabilidad por una situación que los supera, la falta de capacidades para afrontar dicha situación y la falta de vínculos sólidos protectores.
En esta cuarentena impuesta e involuntaria, en éste tiempo de interrupción, los profesionales han tenido que fortalecer como nunca el vínculo y los apoyos, a todas las personas atendidas en situación de vulnerabilidad.
La palabra crisis significa etimológicamente “decisión”. Es el tiempo para decidir qué debemos de hacer, es el tiempo de la ética, de la responsabilidad, de ver lo que está ocurriendo y reconocer, cuáles son los valores imprescindibles a preservar para avanzar cómo humanidad.
Hemos vivido situaciones en las que se han puesto en conflicto algunos principios éticos a la hora de intervenir. Los criterios éticos en los que nos hemos apoyado a la hora de priorizar han sido los siguientes:
- Vulnerabilidad: en caso de duda se protege al más débil.
- Universalidad: que no excluyan a nadie
- Publicidad (transparencia). Dar a conocer
- Reciprocidad: ¿y si me lo hicieran a mí?
- Trascendentalidad: qué es más importante en ése momento. Priorizar el derecho que sea la condición de posibilitar otro.
- Sostenibilidad y continuidad: se podrá mantener la actuación, y si acudieran más casos en la misma situación podríamos aplicar el mismo criterio…
- Revocabilidad: postergar las opciones irrevocables. La prudencia recomienda ganar tiempo, no ser temerarios, no precipitarnos antes de haber adoptado medidas más cautelosas.
- El que suponga mayor beneficio para la persona.
En todo éste proceso, se han hecho evidentes las virtudes de los profesionales con los que colaboramos y que han confluido en el afrontamiento de la pandemia desde la excelencia:
- Compasión
- Disponibilidad cortés: escucha atenta, cordialidad de trato, amabilidad, discreción, adecuación de los distintos registros lingüísticos para hacerse entender. Proximidad.
- Veracidad: confianza y confidencia.
- Generosidad: dar y darse a la búsqueda de lo mejor para la persona atendida. Darse, dar tiempo y postergar el interés personal.
- Competencia.
- Humildad: reconocer la ignorancia, algo tan socraticamente sabio.
- Paciencia
- Alegría: infunde estabilidad, serenidad y confianza en las capacidades de resiliencia para reemprender la vida en circunstancias adversas.
- Prudencia: cómo dice Aristóteles, equilibrio entre acciones y pasiones.
Consideramos importante reconocer y estar atentos a los daños que pueden provocar las medidas de confinamiento vividas en la población y en particular, en los colectivos más vulnerables a los que atendemos. Forma parte de nuestra salud moral y de la obligación de los/as profesionales. Sabemos, cuáles son los factores principales que inciden en sus consecuencias: la voluntariedad o no del mismo; la capacidad de comprender la situación asumiendo que tendrá un final para poder tolerar la incertidumbre; el acompañamiento que otorga seguridad frente al miedo.
Con las medidas llevadas a cabo en la gestión de la pandemia hemos visto que se han aplicado las mismas restricciones a todas las personas durante los meses de confinamiento, esta cuestión, podría verse como igualdad de condiciones. Nuestra obligación profesional nos lleva a ir más allá, ya que hacer lo mismo para todos nos puede hacer no ser equitativos con toda la sociedad.
Se ha argumentado que el bien común en situación de emergencia, justifica la falta de atención al bien particular, y la restricción de derechos individuales, dando por supuesto que lo común (vivir) es igual en toda la ciudadanía. Sin embargo, la pandemia ha puesto en evidencia las desigualdades existentes que necesariamente diversifican la afectación de la enfermedad, y de las medidas propuestas, y como consecuencia, el confinamiento no ha sido el mismo vivir confinado en todas las personas (mayores, diversidad funcional). Por eso vemos necesario, perfilar algunas situaciones donde el aislamiento debe de ser establecido con cautela, y establecer con claridad criterios de flexibilización, de compensación o de apoyos en algunas personas que lo pueden vivir con gran sufrimiento, o que les puede generar daño.
Mayores y soledad
Si pensamos en las personas mayores cómo colectivo, encontramos un amplio y diverso grupo con diferentes necesidades y particularidades. Dentro de esta diversidad poblacional, existen personas más vulnerables que otras, personas que requieren de apoyos con una mayor o menor frecuencia, ya sea por su situación de salud física o cognitiva, su contexto social, convivencial y familiar y sus propias capacidades.
Sin embargo, la gestión de esta pandemia ha puesto uno de los focos en la edad de las personas como uno de los principales riesgos de enfermar y morir, en lugar de focalizar más en otras variables de salud. Este hecho, nos ha llevado en algunas ocasiones a vulnerar derechos fundamentales, por el único motivo de tener cierta edad. Muchas personas mayores, se han visto negadas de su derecho básico de salud al no poder recibir la atención médica y cuidados intensivos necesarios, para afrontar con éxito las consecuencias generadas por la COVID.
El confinamiento en el hogar, como sabemos, puede generar importantes daños si se alarga mucho en el tiempo, daños que son mucho más notables en aquellas personas más vulnerables. Según el INE, en España viven solas 2.027,7 millones de personas mayores de 65 años, de las que 1.460,3 millones son mujeres. Muchas de estas personas durante estos meses, no han podido tener apoyos familiares debido a su propia situación de perfil de riesgo frente a la COVID, tampoco asistir a su habitual centro de mayores o centro de día por encontrarse cerrados, ni salir a dar un paseo, incluso algunos, ni tan siquiera salían a comprar por miedo. De estos más de dos millones de personas, ¿cuántas padecían soledad no deseada?, ¿cuántas quedaron totalmente aisladas por no disponer o no manejarse con las nuevas tecnologías?, ¿cuántas una vez se pudo salir a pasear no lo hacían por no disponer de apoyos comunitarios o por miedo al contagio?, ¿cuántas empeoraron su estado de salud debido al confinamiento?, ¿cuántas fallecieron en soledad?
En el doble confinamiento, no se ha cumplido con la voluntad de las personas mayores de poder vivir en las residencias como en sus casas. Si algo ha quedado claro es que en las residencias no estábamos preparados para lo que ha venido con esta pandemia, nos hemos visto obligados a no aplicar el modelo de atención centrada en la persona. La limitación de movilidad de las personas usuarias en residencies ha quedado restringida a una sola habitación. Bill Thomas, gerontólogo y médico geriatra, mencionó a finales del siglo XX que las tres plagas que matan a las personas mayores en las residencias son la «soledad, el aburrimiento y la impotencia», si mezclamos esto con la COVID encontramos una fotografía de como han sufrido las personas mayores esta pandemia.
Si hablamos de fallecimientos, no podemos olvidar que es algo único. La muerte de una persona jamás se podrá recuperar y puede dejar importantes consecuencias en el entorno de esa persona. Por no hablar del derecho a una muerte digna.
Se han vulnerado los derechos fundamentales de nuestras personas mayores: socialización, trato digno, duelo y otros muchos aspectos esenciales de ciudadanos de pleno derecho. También en esta difícil situación era necesario hacer un esfuerzo por respetar el derecho a la información, a la elección entre las distintas opciones clínicas, al alivio del sufrimiento y a una muerte digna en compañía de seres queridos. Antes de la toma de decisiones, es muy importante, y un imperativo legal, preguntar a cada persona sobre sus valores y su voluntad, que deberá ser respetada en la medida de lo possible. El final de una vida digna es una muerte digna, y debiamos haber preservardo este principio, incluso en estas complicadas circunstancias.
La capacidad de decisión sobre la propia vida y el acompañamiento familiar forman parte de los derechos de los pacientes y deberían haber sido garantizados en la medida de lo posible. Y que decir de los ritos funerarios que deberían ser considerados actividades esenciales, no se han permitido despedidas mínimamente humanas y acorde con nuestra cultura.
En definitiva, al colectivo de personas mayores esta pandemia le ha confinado la dignidad de la vida y de la muerte.
Cuidados y diversidad funcional
No podemos obviar las consecuencias del aislamiento en los domicilios para todas aquellas familias cuidadoras de una o varias personas mayores con capacidad limitada, por ejemplo, aquellas que padecen deterioro cognitivo. El problema fundamental es que estas personas mayores necesitan mucha estimulación y cuando dejan de tenerla, se les reduce drásticamente la memoria, la atención y la concentración. En muchos de estos casos, la persona que deja de acudir a un centro de día sufre importantes desajustes que pueden generar trastornos y acelerar la evolución de su enfermedad. Esta repentina evolución, supone para estas familias, un nuevo escenario para el que seguramente no estén preparadas, unido a la aparición de nuevos cuidados, una mayor intensidad de los apoyos y la imposibilidad de poder disponer de unas horas de desconexión.
La pandemia, cómo ya se ha señalado, ha hecho patente nuestra interdependencia; nos ha llevado a descubrirnos unidos ante ella y sus vicisitudes, tanto como afectados, como formando parte de la solución. Como el poeta W.H.Lauden nos recuerda,Y nadie existe en soledad; el hambre no deja opción al ciudadano ni a la policía; debemos amar al prójimo o morir.
Y puede decirse que hemos padecido hambre; hambre de vivir sin miedo, de lugares y momentos para el reencuentro, de rutinas, de normalidad; hambre, en definitiva, de salud. Y en pos de esta salud, se han tomado medidas excepcionales que han requerido del esfuerzo y sacrificio de la ciudadanía, que ha debido renunciar al ejercicio de derechos fundamentales tales como la libertad de movimiento y la libertad de reunión, y cumplir con responsabilidad medidas tan drásticas como el confinamiento. Efectivamente, puede decirse, que todos nos hemos visto impelidos a realizar un gran esfuerzo, aunque para algunos colectivos el coste personal de dicho esfuerzo, ha sido significativamente mayor.
En concreto, y centrándonos en el colectivo de las personas con diversidad funcional, bien por padecer una enfermedad mental, una limitación psíquica, presentar un deterioro cognitivo, un trastorno del espectro autista, etc, se hallaban en su día a día previo a la pandemia, inmersas en un proceso de recuperación de su salud. Este proceso les implicaba, recibir atención profesional y realizar actividades de carácter rehabilitador, bien acudiendo desde su hogar a recursos de atención de día, o bien usando recursos de carácter residencial.
Para las personas que han pasado el confinamiento en su hogar, la interrupción de su proceso de recuperación ha sido causa de daño en muchos casos, tanto para su salud como para la de sus cuidadores. El aislamiento prolongado y la imposibilidad de retornar a las rutinas terapéuticas, pueden generar en la persona un agravamiento en su situación de base, pudiendo derivar en trastornos diversos. Las personas cuidadoras han debido afrontar, la atención a las necesidades de apoyo a su familiar, sin contar con momentos de respiro, tales como los que puede suponer la asistencia a un centro de día u otro recurso similar. Todo ello ha ido generando estrés y agotamiento, de innegable impacto en su salud psíquica, emocional y física.
Muchos de los recursos residenciales dirigidos a éste colectivo de personas, tienen como base de su intervención, el desarrollo de actividades en la propia comunidad, buscando la inclusión y la autonomía de las personas usuarias. Precisamente por esto, el impacto negativo del confinamiento, ha sido tan notorio en ellas, pues su proceso de recuperación se ha visto interrumpido y sus rutinas han sido drásticamente modificadas. Todo ello ha tenido diversos efectos en la salud de las personas usuarias.
En algunas ocasiones en forma de reagudización de su patología de base, alteraciones de la conducta motivadas por el estrés prolongado y la dificultad para manejar situaciones de frustración. En otras, han aflorado estados de tristeza, desesperanza, angustia y ansiedad, al ver como el proceso que les estaba llevando a obtener un alta del recurso para pasar a vivir de forma más autónoma, se veía interrumpido con la consiguiente dilación de su proyecto de vida. A todo ello hay que sumar, la imposibilidad de recibir visitas de familiares u otras personas significativas, contribuyendo con ello a incrementar la sensación de aislamiento y anormalidad en las personas usuarias, y la desazón y preocupación de sus seres queridos.
Es de señalar el esfuerzo realizado por parte de los profesionales ante esta situación, proporcionando, por un lado, información veraz de forma sosegada y comprensible, a fin de conseguir que las personas afectadas pudieran dotar de sentido y aceptación a la vivencia del confinamiento y, por otro lado, facilitando el contacto a través de las nuevas tecnologías con las personas significativas, para paliar, en la medida de lo posible, los efectos negativos del aislamiento. Estas intervenciones, en muchos casos han logrado su propósito, al menos parcialmente. Aunque no siempre.
También el periodo de desescalada ha sido, o está siendo, difícil de gestionar para estas personas. A través de los medios de comunicación observan que la mayoría de la población comienza a retornar a la normalidad, a disfrutar de libertad para desplazarse y reunirse, y a hacer uso de los servicios de la comunidad, mientras que ellos, siguen confinados o al menos con su libertad más restringida, algo que les lleva a sentirse discriminados, generando estados de enfado y frustración.
La grave situación vivida a causa de la pandemia, ha requerido que se tomasen con carácter urgente medidas excepcionales, cuyo objetivo era frenar la infección que estaba llevando al colapso al sistema sanitario y el dramático incremento de personas fallecidas. Todo lo ocurrido estos pasados meses, nos ha llevado sin apenas darnos cuenta, a que el concepto de Salud, entendido como un valor y un derecho para todas las personas, se viera reducido a la idea de “no contagio”, dándose la paradoja de que en la búsqueda de dicha salud, se hayan tomado decisiones que han conllevado la pérdida, para muchas personas especialmente vulnerables, de la posibilidad de ejercer su derecho a ella, derecho que se recoge en el artículo 25 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad ( CDPD ). En el artículo 2, nos dice que por “discriminación por motivos de discapacidad” se entenderá cualquier distinción, exclusión o restricción por motivos de discapacidad que tenga el propósito o el efecto de obstaculizar o dejar sin efecto el reconocimiento, goce o ejercicio, en igualdad de condiciones, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales en los ámbitos político, económico, social, cultural, civil o de otro tipo. Incluye todas las formas de discriminación, entre ellas, la denegación de ajustes razonables.
Por “ajustes razonables” se entenderán las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan una carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones con los demás, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales”. Y en el apartado h) de su preámbulo nos dice: “…la discriminación contra cualquier persona por razón de su discapacidad constituye una vulneración de la dignidad y el valor inherentes de ser humano.”
No cabe duda de que en ningún momento ha habido intención de discriminar a las personas por motivo de su discapacidad, pero si nos fijamos en dos conceptos que señala la CDPD en su artículo dos cuando define la discriminación por motivos de discapacidad, en concreto en “efectos” y en “ajustes razonables”, cabe que nos planteemos y reflexionemos sobre si, acuciados por la urgente necesidad de frenar la infección, se han tomado medidas sin evaluar sus efectos sobre las personas con diversidad funcional y, por ende, sin realizar los ajustes necesarios para paliarlos. Ello ha egenrado la situación que ha impedido que estas personas pudieran acceder a los recursos y actividades que necesitan para el mantenimiento o la recuperación de su salud, para el ejercicio de su derecho a esta, viéndose comprometida de resultas, no solo su salud, si no también su dignidad. Cabe pensar que han sufrido discriminación, aunque sea por omisión a la hora de legislar, ya que mientras el resto de la ciudadanía ha podido acceder, aunque fuera con demoras e incomodidades, a los recursos que han necesitado para el cuidado de su salud, ellas no han podido.
Tal vez pueda decirse que en estos tiempos de pandemia no han sido los árboles los que nos han impedido ver el bosque, si no que el bosque nos ha impedido ver los árboles, apreciar, valorar y atender sus singulares necesidades, dejando a los individuos más vulnerables expuestos a las consecuencias de la tormenta que nos ha azotado.
El sufrimiento generado por la situación descrita no puede ser borrado, quedará para siempre en el bagaje personal de los afectados como parte de su biografía, pero sí se puede intentar reparar el daño moral causado, mediante la petición pública de perdón a los colectivos afectados por los errores cometidos, y con el compromiso de realizar una profunda reflexión y extraer lecciones de lo sucedido. Todo ello, con el fin de que en el caso de que desgraciadamente volviéramos a vivir una situación semejante, hayan sido previstas medidas, siempre dentro de la prudencia, destinadas a posibilitar un mayor equilibrio entre las necesidades de la salud pública y las de la salud individual de las personas vulnerables en razón de su discapacidad.
A modo de muestra, y en función del tipo de recurso, algunas de las posibles medidas a valorar, serían:
- En los recursos de carácter residencial podría flexibilizarse el confinamiento, permitiendo que las personas usuarias, con el acompañamiento de profesionales y utilizando medios de transporte del recurso y EPIS necesarios, pudieran desplazarse a espacios naturales en los que fuera razonable esperar que no hubiera posibilidad de contacto con terceros, para proporcionar así momentos de esparcimiento que contribuirían a rebajar el inevitable malestar que genera una situación de confinamiento.
- Otra medida sería el permitir las visitas de familiares a los centros residenciales adoptando las medidas de protección necesarias, al igual que se ha permitido que las personas pudieran desplazarse al domicilio de sus familiares mayores o dependientes para asistirlos. Estas visitas deberían realizarse con las mismas medidas de seguridad que las que se están aplicando en las visitas que comenzaron a permitirse durante las fases de desescaladas (supervisión de profesionales, EPIS, duración limitada, distancia de seguridad, espacios especialmente habilitados, en el exterior a ser posible, etc), pues es de esperar, que no por aplicarse en fases más tempranas pierdan efectividad. Además, siempre se realizarían bajo prescripción técnica en función de las necesidades de la persona, y con la condición de que no hubiera casos declarados ni en la residencia, ni en el entorno familiar, cabiendo la posibilidad de realización de PCR previamente a las personas que participaron en la reunión.
- En referencia a los recursos de Centro de Día o similares, cabe plantearse la viabilidad de mantenerlos abiertos, con un aforo estrictamente limitado que posibilite la asistencia por turnos diarios, manteniendo la distancia de seguridad en combinación con el uso de EPIS y una adecuada desinfección de las instalaciones. Ello permitiría que las personas usuarias recibieran, al menos una vez a la semana, por ejemplo, una atención directa con las connotaciones de calidez, cercanía y profundidad que no siempre permiten las nuevas tecnologías, y a su vez proporciona, un inestimable momento de respiro a los cuidadores habituales.
La viabilidad de estas medidas, o de otras similares, requeriría de una decidida y engrasada coordinación entre los órganos competentes en materia de sanidad y de servicios sociales a fin de garantizar que se desarrollen en las mayores condiciones de seguridad.
No cabe duda que la prudencia ha de estar siempre presente en la toma de decisiones, a fin de armonizar el interés de la salud pública y la salud individual de las personas, pero también deben tomarse en consideración otros valores como son el derecho a la salud individual, a la no discriminación, y el respeto y cuidado de la dignidad de la persona.