Paula Maddox
Uno de los aspectos más aberrantes de la última dictadura Argentina fue el secuestro y desaparición de centenares de bebés. Según la organización Abuelas de Plaza de Mayo, «se estima que unos 500 bebés fueron secuestrados y crecieron sin saber quiénes eran ellos, quiénes eran sus padres y en qué circunstancias nacieron».
Fue el 30 de abril de 1977 cuando un grupo de madres y abuelas de desaparecidos comenzaron a manifestarse cada jueves en el centro de la Plaza de Mayo de Buenos Aires, en Argentina.
Desde entonces, las conocidas como Abuelas de la Plaza de Mayo han dedicado toda su vida a buscar a los niños que desaparecieron junto a sus padres y a las madres jóvenes que, secuestradas estando embarazadas, nunca se volvió a saber de ellas.
Después de 43 años, de los 500 niños desaparecidos, solo han sido resueltos 130 casos.
Crecer con otra identidad
Guillermo Pérez Roisinblit fue una de las criaturas que, durante sus primeros veintiún años de vida, llamó ‘papá’ a Francisco Gómez, un agente de inteligencia de la Fuerza Aérea encargado de secuestrar, torturar y hacer desaparecer a gente, incluídos sus verdaderos padres.
Sin embargo, Gómez nunca ejerció ese rol de padre «que debería supuestamente haber cumplido al arrebatarme de mis padres», explica Guillermo.
Durante su niñez, Guillermo fue testigo muchas veces de como su ‘padre’ golpeaba salvajemente a su esposa Dora hasta el punto de dejarla en el hospital por la brutalidad de las palizas: «No falta nada en mis recuerdos: amenazas, golpes, sangre, ventanas rotas, puntos de sutura, muebles rayados a punta de cuchilla, escopeta, balas… Incluso una vez me secuestró y me sacó de casa por tres días para ‘enseñarle’ a Dora quién mandaba».
«Recuerdo que una vez Dora, a quien yo llamaba mamá, y yo logramos escapar. Pero a los pocos meses nos volvió a encontrar. Siempre nos encontraba. En cualquier parte aparecía. Esa era mi vida y él mi peor miedo».
Años más tarde Dora se divorció de Gómez y consiguió que un juez dictase una orden para que este abandonase la vivienda. Pero eso no apagó el miedo de Guillermo: «Mi infancia transcurrió temiéndole hasta el punto de ocultarme debajo de la cama cuando sabía que venía de visita. Todavía hoy, con casi 40 años, sigo soñando escenas donde golpea a Dora».
La lucha por la verdad
Lo que Guillermo no sabía es que, con apenas veintiún años, en el año 2000, las Abuelas de Plaza de Mayo iban a cambiar su vida por complet: «Me encontraron gracias a dos denuncias telefónicas anónimas. Una chica (que resultó ser mi hermana) vino a hablarme a mi trabajo y me dijo que no era hijo de Gómez ni de su esposa, que era hijo de desaparecidos y que dos abuelas me habían buscado todo ese tiempo».
Semanas más tarde, Gómez llamó a Guillermo para invitarle a cenar: «Ya no me pasaba ninguna cuota alimentaria, solo que de repente le dió por querer jugar a ser un buen padre».
En esa cena, Guillermo le contó a su ‘padre’ que una chica había ido a verle y que le había dicho que podía ser su hermano, desaparecido y apropiado: «Él me negó todo. A los tres días volvió, me pidió que le diese todo lujo de detalles y me volvió a negar todo».
Al final, tras instistirle varias veces, Gómez le contó la verdad: «Me dijo que yo era hijo de una montonera judía estudiante de medicina y de su pareja, otro montonero».
Aquel momento fue la única oportunidad que tuvo Guillermo de preguntarle qué les pasó a sus padres y dónde estaban sus restos, pero estaba tan confuso que «lo único que fui capaz de decirle fue que se buscara un buen abogado».
Juicio de la RIBA
El 8 de febrero de 2001 detuvieron a Gómez y, meses después, a Dora: «En aquel momento yo todavía no era del todo consciente de qué clase de delitos habían cometido conmigo y con mis padres, los verdaderos, por lo que iba de vez en cuando a visitarles», explica.
Sin embargo, en una de esas visitas, Guillermo tuvo que soportar «los parecidos razonables que varios militares encontraron entre mi verdadero padre y yo. Además, entre risas, me confesaron que mi padre aguantó muy bien todas las torturas que le hicieron. ‘Ni siquiera se quejaba’, me decían».
El 23 de diciembre de 2003 fue la última vez que Guillermo visitó a Gómez: «Ese día estaba borracho y, entre varias recriminaciones, me amenazó diciendo que el día que saliera libre nos iba a poner una bala en la frente a mí, a mi hermana y a mis abuelas».
Gómez fue condenado a siete años y medio por ser autor del delito de retención y ocultamiento de un menor de diez años, con delito de falsedad ideológica de documento público destinado a acreditar identidad.
Ya en 2013, Guillermo prestó declaración testimonial por la desaparición de sus padres. El 16 de abril, la Interpol detuvo a Gómez nuevamente.
Pero no fue hasta 2016, después de 38 años de búsqueda de justicia, cuando Guillermo y su familia pudieron llevar a Gómez a juicio oral y público por el secuestro de sus padres.
«Mi abuela materna Rosa Roisinblit pensó que no iba a estar viva para ver ese momento, pues tenía ya 97 años. Mi otra abuela, Argentina Rojo, por desgracia solo vivió hasta el 2005».
«Murió la personificación de mis miedos»
Durante gran parte de su vida, Guillermo estuvo amenazado de muerte por quien participó del secuestro, tortura, asesinato y desaparición de sus padres y que, además, le robó para criarle como a su propio hijo.
«Muchas veces pensaba… ¿Quién va a hacerse responsable si me pasa algo? ¿Y si le pasa algo a mi familia? ¿Todas y cada una de las generaciones de mi familia tiene que ser víctima de estos criminales? Mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo, mis hijos… ¿Hasta cuándo?»
Sin embargo, el pasado sábado 25 de abril de 2020, Francisco Gómez fallecía en el centro penitenciario de Ezeiza, en Argentina.
«No estoy feliz con la noticia. No me alegra ninguna muerte. ¿Siento pena? Todavía no lo sé. Lo que sí siento es impotencia porque se llevó consigo la verdad sobre lo que le hicieron a mis padres y también dónde están sus cuerpos», confiesa Guillermo.
«Su último acto de maldad para con nosotros fue perpetuar la desaparición de mi papá y de mi mamá con su silencio». Pero sentencia con alivio: «Por fin se murió la personificación de mis miedos».