Félix Población
No recuerdo ningún film español que haya hecho memoria de esto con solvencia recreativa, aunque puede que lo haya. Cuando se tiene una edad avanzada y se es proclive a las recordaciones de niñez, basta que algún amigo o colega te haga una rememoración como la que esta mañana nos ha hecho Bernardo Pérez, el estupendo y experimentado fotógrafo del diario El País, para que mordamos el anzuelo de retrotraernos a aquella distante etapa de nuestras vidas.
Es lo que me ha ocurrido con este minucioso reglamento del fútbol callejero propio de aquel tiempo en el que el dueño del balón dominaba sobre todos nosotros, a pesar de que su destreza con los pies fuera casi siempre la menor de cuantos competíamos.
Cada cual hará suyos con la lectura de esas veinte reglas los lugares, incidencias y partícipes de un deporte que, por aquellos años, estaba muy lejos de ser lo que es hoy, convertido en gran negocio y en sección preferente en los medios de comunicación.
Cuán lejos aquello de los canales de televisión puestos a su servicio en nuestros días, con programas de larga y tediosa duración en la emisoras de radio de carácter nacional varios días a la semana y locutores chillones pregonando a gritos una falsa emoción de la que generalmente carecen muchos partidos de fútbol dirimidos entre equipos que juegan a no perder.
Echo de menos en el reglamento que ilustra este comentario la figura del guarda encargado de la vigilancia de parques y jardines, que solía empuñar un contundente bastón y lucir una especie de estola de cuero con una chapa dorada que le cruzaba el torso, y que si aparecía de modo repentino -como solía para aliviar su aburrimiento- podía sustraernos el balón y rajarlo con una navaja a nuestra vista, arrojándonos el alma de nuestra mayor diversión al terreno de juego como una rúbrica fehaciente de su inquebrantable autoridad.
Por eso, para que El Chapines de Begoña (Gijón) no acabara con nuestros balones y nuestra alegría de vivir con un balón de prestado que dependía del capricho de su propietario, añadiría a esas veinte reglas la del vigilante de cancha, que por lo general era alguien con gafas, empollonzuelo y tal, al que el fútbol le importaba un bledo y nos hacía ese favor sin poner en ello todo el celo requerido para que El Chapines no interviniera con éxito en demasiadas ocasiones.