Ellos son desde hace años, dos grandes del flamenco actual. A ella, Ana Morales, le han premiado en la modalidad de interpretación. A Andrés Marín en la de creación. Los premios los concede anualmente el Ministerio de Cultura y Deporte.
A Ana Morales podrían haberla premiado por sus creaciones; a Andrés Marín por su interpretación de la danza. Ambos son grandes emprendedores, con compañía propia, y docentes de flamenco desde hace años. Ana fue discípula y colaboradora de Marín antes de lanzarse al complicado mundo de la creación. Ambos son justos merecedores de este y cualquier otro premio, por su enorme contribución al desarrollo artístico, con permiso de puristas de cualquier laya.
Él viene de ilustre saga flamenca sevillana; ella es hija de la emigración andaluza a Cataluña y desde hace años está afincada en Sevilla, ha vuelto a sus raíces. No voy a enunciar sus currículos porque para eso está internet.
Voy a hablar de mi experiencia personal con ellos, vengo siguiéndolos desde que empecé mi propia aventura personal en el mundo flamenco. A Ana Morales desde aquella segunda parte de su proyecto en residencia Sin permiso, que empezó en Londres con Silencios y vértigos; siguió con Réquiem, en una bodega de Jerez un inolvidable mediodía. Y consumó la trilogía en la Bienal de Sevilla de 2018 con Canciones para el silencio. Todo ello «sin permiso».
Ana Morales necesitó toda una trilogía para completar, (o no) su personal indagación de las relaciones con su padre, un padre silencioso, introvertido, que jamás se dio a conocer y que influyó en sus posteriores relaciones con el género masculino. Un homenaje a ese padre, al tiempo que un reflejo de él, para poder desatarle y desinhibirle, desbloquear su propia parte masculina y todo lo masculino que se mueve a su alrededor. Todo empezó con el encuentro de unas Memorias legadas por su padre a modo de testamento. Ellas le inspiraron la creación de esta obra, hermosa y compleja, una versión en psicodrama en clave de música y danza de los conflictos en las relaciones familiares. Conocimiento, comprensión y perdón. Algo que podría ser tema de una tesis doctoral.
En la Bienal 2020 representó en el Teatro Central En la cuerda floja. Según Ana Morales no hay argumento pero sí sentires, vivencias y experiencias que acaban en el caos. Un reflejo no solo de su caminar, también del caminar del mundo sobre una cuerda floja que hubiera de acabar necesariamente en caos… Ana vuelve a manifestar las ambigüedades que caracterizaron su trilogía. En la cuerda floja es un camino a recorrer en soledad.
En la reciente Bienal de Sevilla representó su última producción, Peculiar, que espero ver el próximo enero en el festival de Nîmes. Pero sé que perdura el sentido conceptual, siempre personalísimo de las creaciones de Morales. De la belleza de su danza y sus coreografías ya he escrito reiteradamente. Para mí, es una bailaora/bailarina de culto.
Andrés Marín
He escrito tanto sobre él, siempre elogiosamente, porque cada vez que he asistido a un espectáculo suyo ha sido para disfrutar de su no sé si llamarlo vanguardismo de raíz o raíz vanguardista flamenca como bailaor y coreógrafo, o flamenco experimental como él lo define. De su amor por el cante más puro que siempre integra con cantaores y cantaoras raciales en cada uno de ellos, o incluso cantando él mismo, como hizo con Yo le canto a mi baile en el Festival Flamenco Madrid 2019. Me dijo un día que se siente cantaor frustrado, y muchos cantaores y cantaoras me han hablado de su amor por el cante, de su profundo conocimiento del primer pilar del flamenco.
Andrés es un espíritu libre, que en su trabajo de creación no tira de emociones sino de ideas. Nada de autobiografía, pura ficción loca, atrevida, libre y con muchos símbolos, como el sombrero de Marchena «firmaíto». Se confiesa iconoclasta. Está claro que huye de los territorios de confort, se siente mejor en el conflicto. Odia lo políticamente correcto –ahí somos almas gemelas-. Entiendo perfectamente que sus cantaores sean Rocío Márquez y Arcángel. Su primera casa desde que empezó su carrera como creador en 2000 siempre ha sido Francia. Sevilla y Jerez. Madrid, menos. Y del purismo me dice directamente que es un camelo. Espíritu libre. Un cuerpo para la danza.
Algunas de las obras que ahora le han valido este Premio Nacional de la Danza: Del 2000, Más allá del tiempo. Asimetrías en 2004, Vanguardia jonda, una inmersión en los cafés cantantes de la Sevilla de finales del siglo diecinueve y principios del veinte y El alba del último día en 2006. En 2008, El cielo de tu boca; en 2010 Somos sonos, una performance en diálogo abierto con Llorenç Barber, La Pasión según se mire y Op.24, que propone en 1924, nada menos que un aperturismo en el cante flamenco; en 2012, Tuétano, obra basada en textos surrealistas de Antonin Artaud. ¡Qué actividad tan creativa como prolífica! Carta Blanca, Don Quijote, aquella maravillosa Vigilia Perfecta de la Bienal 2020, con micro piezas de danza ejecutadas en distintos puntos del antiguo monasterio de Isla Cartuja, en los que cada segmento de danza se representó en las horas canónicas de Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Un alarde de músicas, danza, misticismo y sobre todo de creatividad. Por supuesto esto es solo una muestra de su obra de creación y colaboraciones con artistas extranjeros, sobre todo franceses.
Marín – Maya
Su última obra, Yarin ha sido estreno mundial en la reciente Bienal de Sevilla. Siempre atento a los temas sociales, es un diálogo entre razas, la raza andaluza y la raza vasca. Su compañero, Jon Maya, es un bailarín vasco, fundador de la compañía Kukai de danza contemporánea, abierta a interactuar con otros estilos de danza.
Jon Maya ha ganado Premios Max, en 2009 a mejor espectáculo revelación; en 2015 a mejor composición musical y mejor elenco; en 2017 a mejor espectáculo de danza, mejor elenco y mejor vestuario.
Para Jon Maya esta interacción con Andrés Marín a quien admira desde hace tiempo, ha sido un honor.