Pio Baroja murió en Madrid, en su casa de la calle Ruiz de Alarcón, el 30 de octubre de 1956 a los 83 años. Unos días antes había recibido la visita de Ernest Hemingway, a quien acompañaba el escritor José Luis Castillo-Puche. Hemingway le llevó como regalos un jersey de cachemira, unos calcetines de lana y una botella de whisky. También un ejemplar de «Fiesta» en el que escribió una dedicatoria en la que le manifestaba su devoción.
La muerte de Pio Baroja fue silenciada por los organismos oficiales, que no celebraron ningún acto en su memoria.
La escritura y la vida
Hay pocos autores que hayan escrito tanto sobre sí mismos como Pío Baroja. Además de los siete tomos de memorias publicados entre 1944 y 1949 con el título «Desde la última vuelta del camino», Baroja había publicado «Juventud y egolatría» en 1917, «Las horas solitarias» en 1918 y «Divagaciones apasionadas» en 1924, todas ellas autobiográficas. Además rescataba episodios de su vida para insertarlos en tramas de sus novelas como «Camino de perfección», «El árbol de la ciencia» o «La sensualidad pervertida». Aún así fue uno de los literatos más prolíficos del siglo XX, con cincuenta novelas largas y otras tantas cortas en su haber, más de veinte ensayos, algunas obras de teatro (también crítica teatral en «El Globo») y un poemario, «Canciones del suburbio» (1944), muy elogiado por Luis Rosales.
Este 28 de diciembre se cumplen 150 años del nacimiento de Pío Baroja en el seno de una familia liberal, en medio de una de esas guerras carlistas que inspiraron algunas de sus mejores novelas, como «Memorias de un hombre de acción» y «Zalacaín el aventurero». Vivió parte de su infancia en Madrid y Pamplona, cuando su familia (un padre ingeniero) tuvo que trasladarse a estas ciudades por motivos profesionales.
No fue un alumno brillante de bachillerato pero se recuerda a sí mismo como lector insaciable y no sólo de novelas: Nietzsche y Kant eran sus filósofos de cabecera. A pesar de cursar la carrera de Medicina la desempeñó muy poco tiempo, en Cestona, aunque también este ejercicio dejó su huella literaria en «El árbol de la ciencia» y «Camino de perfección». Anticipándose a la medicina sicosomática, su tesis doctoral versó sobre la sicología del dolor.
A lo que sí se dedicó durante algunos años en Madrid fue a regentar la panadería Viana Capellanes, propiedad de su tía Juana Nessi.
Publicó su primer libro en 1900, una recopilación de cuentos con el título «Vidas sombrías», elogiado por Unamuno. Poco después las novelas «Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox» y «Camino de perfección». Sus viajes por España y Europa (París, Roma, Londres) le proporcionaron materiales para sus siguientes novelas, «César o nada» y «La ciudad de la niebla». Se especializó en narrar historias adoptando el formato de trilogía: «Tierra vasca» (La casa de Aizgorri, El mayorazgo de Labraz, Zalacain el aventurero), «La vida fantástica» (Silvestre Paradox, Camino de perfección, Paradox, rey), «La lucha por la vida» (La busca, Mala hierba, Aurora roja), «La raza» (El árbol de la ciencia, La dama errante, La ciudad de la niebla).
En 1913 concentró sus actividades en un ambicioso proyecto, las «Memorias de un hombre de acción», una serie de veintidós volúmenes de aventuras protagonizadas por Eugenio de Aviraneta, personaje inspirado en un pariente lejano del escritor. La serie fue acogida por la crítica como un gran fresco histórico y poliédrico del siglo diecinueve, por lo que se la llegó a comparar con los «Episodios Nacionales» de Galdós.
En 1935, terminadas las «Memorias de un hombre de acción», fue elegido miembro de la Real Academia Española. Cuando estalló la guerra civil, después de haber sido detenido por unos requetés que estuvieron a punto de fusilarlo, se exilió en Francia, donde escribió «Laura o la soledad sin remedio», una novela cuya trama transcurre durante la guerra y retrata el enfrentamiento entre marxistas y fascistas. Fue publicada en Buenos Aires (en España se censuró) en 1940, el año que decidió regresar a España.
Baroja había comprado en 1912 un caserío en Itzea, en Bera de Bidasoa (Guipúzcoa), donde acumuló una biblioteca de más de nueve mil volúmenes y una colección de grabados, estampas, retratos y documentos del siglo diecinueve que había ido adquiriendo en los puestos de bouquinistes a orillas del Sena y en las librerías de viejo de Madrid y de las ciudades que visitó a lo largo de su vida. Fue aquí donde en 2015 se encontró el manuscrito de una novela inédita, «Los caprichos de la suerte», escrita entre 1949 y 1950, que cierra «Las saturnales», una trilogía sobre la guerra civil española cuyos dos títulos precedentes eran «El cantor vagabundo» (1950) y «Miserias de la guerra», ésta censurada y no publicada hasta 2006.
Aunque parecen haber dejado de estar de moda, las novelas de Pío Baroja se siguen leyendo y reeditando por encima de novedades y tendencias. Su nombre permanece en los manuales de Literatura como escritor destacado de la Generación del 98 y uno de los grandes maestros de la narrativa española. Su estilo claro, sencillo, sobrio, de prosa transparente, calificado por la crítica como «relato en estado puro», tiene en cambio más registros y modulaciones de lo que pueda parecer en una primera lectura. Se trata de una prosa funcional, que se lee con la fascinación de los relatos de Dickens y Verne, con aspectos que recuerdan a Stendhal, Balzac y Dostoievski.
Agnóstico y anticlerical, Baroja fue vilipendiado por el clero de su tiempo por sus artículos contra la iglesia publicados en varias revistas. Recientemente se ha descubierto que el seudónimo Pío Quinto, con el que iban firmados algunos, no correspondía a Baroja sino a José Ferrándiz, un cura que había sido declarado en rebeldía.
Iniciado en el anarquismo y el republicanismo, después de la guerra Pío Baroja se identificó con los totalitarismos, aunque siempre de manera ambigua. Esta falta de convicciones políticas expresas le valió ser ninguneado por los conservadores y despreciado por los progresistas.