Resulta difícil, por no decir imposible, escribir con los dedos cuando lo que estás deseando es hacerlo con el corazón. Ya sé que dice la canción eso de que “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”… Pero en este caso el que se ha ido no era un amigo, era Ricardo, un familiar tan cercano a mí, un ser que me dio tanto que ya formaba parte de mi existencia, como la seguirá formando eternamente, aunque la parca le haya echado su manto segándole la vida con la guadaña del coronavirus.
Ricardo Mendiola González se ha ido un día en el que las estadísticas decían que íbamos bien, porque sólo hubo 48 fallecidos. Lo peor para él, y para todos los que le queríamos, es que uno de esa cifra era él, que luchó por su vida hasta el último hálito, intentando incluso con el móvil dar esperanzas a sus padres, a su familia. No fue posible, pero su existencia es testigo.
Dediqué hace un par de semanas una grabación mía a dos íntimos, Ricardo y Juanjo, quienes se encontraban tras más de un mes largo entubados en la UCI del Hospital de La Paz, luchando, intentando seguir vivos. Era una poema del gran Mario Benedetti, uno de cuyos párrafos decía: «Cuando la tormenta pase / y se amansen los caminos, / y seamos supervivientes / de un naufragio colectivo, / con el corazón lloroso / y el destino bendecido, / nos sentiremos dichosos / tan solo por estar vivos»…
Uno de ellos, Ricardo, no pudo resistirlo, mientras que Juanjo sigue luchando en estos momentos, cuando escribo estas líneas, intentando seguir vivo tras cerca de dos meses entubado.
Mi familiar, amigo y muchas cosas más era el epicentro de una gran familia manchega trasplantada a Madrid, de la que un afortunado día comencé a formar parte por casamiento, formando así mi propia familia y uniéndome a ella. Y la casa de Ricardo era el «alma mater», la casa madre de todos: de reunión familiar, cónclave, tertulia, cambio de impresiones, reencuentro, fraternidad. Dos veces al año, en primavera y otoño, hacíamos la reunión en su casa, en un afortunado jardín en el que lográbamos entrar más de cuarenta personas, porque las familias crecen, llegando ya en algunos casos a la tercera o cuarta generación, entre manchegos y madrileños.
Era un hombre hecho a sí mismo, todo bondad, entregado a los demás, que partiendo de su Magisterio manchego llegó, tras muchos años de trabajo, subiendo peldaño a peldaño en Canarias, Cataluña, Madrid, a ocupar un puesto ejecutivo en DK, uno de los sellos editoriales hoy más importantes del mundo, tras años de demostrar su valía profesional.
Cuando he ido hoy a borrar su nombre de mi listado de correos he conocido algunas cosas que no sabía, ni imaginaba que pudieran existir: entre su archivo de material guardado estaba la nota que hizo en su día sobre uno de mis libros, «Carne de casting». O fotos de mi interpretación en el teatro dando vida a Lope de Vega, y otras cosas más. Tendré que borrar, por primera y única vez, lo que escribió durante tantos años y guardó como material de trabajo. Pero su imagen, su valía como persona y editor, seguirá viva.
Conociendo a estas personas, y pensando en las otras muchas miles que se están yendo, me pregunto cómo es posible que todavía haya gente que esté utilizando la calculadora para calibrar el número de votos que se pueden conseguir blandiendo y valiéndose de una situación que nadie deseamos, pero en la que muchos están perdiendo la salud, la vida, mientras que otros quedarán para siempre por el dolor.