Dos batallas principales se presentan este otoño en España, cuando se inicia un nuevo curso político preñado de convulsiones y dificultades, marcado no solo por una segunda oleada de la COVID-19, sino por una crisis económica que se anuncia muy dura para nuestro país.
Una es la pugna por los presupuestos, que va a determinar si son restrictivos o expansivos en lo que a las necesidades sociales se refiere. Y la otra son las pensiones, si -como ha llegado a plantear un estudio del BBVA- «se da un ajuste dramático y muy rápido en las pensiones», o si por el contrario se avanza en su defensa y protección, blindándolas en la Constitución.
Porque este otoño decisivo está marcado por la batalla de la aprobación de los presupuestos, una pugna en la que el Gobierno progresista se juega también buena parte de su existencia. Las cuentas con las que se viene funcionando son una prórroga -un corta y pega- de los del Gobierno de Rajoy en 2018, incompatibles no solo con el programa de gobierno firmado entre PSOE y Unidas Podemos, sino con las necesidades de la emergencia social, de la reconstrucción económica, y con absorber, vehiculizar y ejecutar los 140.000 millones de las ayudas europeas.
Por ello, unos nuevos presupuestos son urgentemente necesarios para las necesidades del país y de las clases populares, pero también para una oligarquía española que espera y busca que gran parte de las cuentas públicas sirvan para hacer avanzar sus negocios e intereses.
Un camino. El que el conjunto de la clase dominante española está optando por promover. No ya con una «cohabitación» con el gobierno, sino con un estricto marcaje y supervisión sobre el mismo. Así se ha podido ver en actos como el de «España Puede», donde los representantes de las mayores empresas del país, desde Ana Patricia Botín (Santander), a José María Álvarez Pallete (Telefónica), Carlos Torres (BBVA), José Ignacio Sánchez Galán (Iberdrola) y Pablo Isla (Inditex) acudieron para escuchar de Pedro Sánchez un llamamiento a la unidad que, aunque dirigido claramente al principal partido de la oposición, también era para sus oídos.
No es previsible que retornemos al «acoso y derribo» contra el gobierno de los momentos más duros del confinamiento. La presentación de los «planes de reformas» ante Bruselas, imprescindibles para recibir las ayudas de la UE, excluyen convulsiones políticas de calado ni promover cepos que hagan caer al Gobierno de coalición.
Pero esto no significa, ni mucho menos, una convivencia pacífica ni armoniosa de la oligarquía española con el gobierno más a la izquierda de toda Europa, que llegó a la Moncloa aupado por una mayoría progresista, contra la voluntad de las principales élites nacionales e internacionales, y que conserva un notable grado de influencia del viento popular y -en las condiciones más difíciles, y según las últimas encuestas- un apoyo social mayoritario.
Las colisiones ya se están produciendo, y lo previsible es que vayan a más este otoño. Estamos asistiendo a maniobras para fijar las condiciones y los límites en los que puede moverse el gobierno progresista, y por arrinconar a su «ala izquierda».
Así debemos entender la ofensiva contra Unidas Podemos, que ha dado un salto y se ha intensificado. Desde su misma fundación, Podemos -una formación con una base social radicalizada contra los recortes y el saqueo- ha sido blanco de ataques, pero los tribunales siempre habían desestimado todas las denuncias presentadas. Ahora se dibuja el inicio de un viacrucis judicial que busca poner contra las cuerdas a la formación morada, para tratar de garantizar que el actual ejecutivo sigue la senda de «moderación» que exige la clase dominante.
Otro camino. Sin embargo, siendo esto así y siendo éste el poder y la capacidad de imponer sus intereses de las clases dominantes, la realidad es que la situación está marcada por otro protagonista cuyos intereses son antagónicos a los del primero: una mayoría social progresista que impone cada vez más barreras y resistencias al avance de un proyecto de saqueo.
Esta mayoría social nada silenciosa se expresa en las movilizaciones de docentes y de padres de alumnos que reclaman medios para una vuelta a centros educativos que sea de manera segura; y en las protestas de los sanitarios -incluidas las del personal de limpieza de los hospitales- exigiendo fortalecer la sanidad pública y mejorar sus condiciones de trabajo ante esta segunda oleada; y en las movilizaciones de los trabajadores de Nissan y Alcoa de este verano; y también en la lucha por defender las pensiones públicas; y de mil luchas más.
Esta mayoría social progresista sigue sosteniendo al que es el gobierno más a la izquierda de todo el mapa político europeo. Un ejecutivo que -con tropiezos, errores y grandes dificultades- está pasando la prueba de la gestión de la doble pandemia y de no pocos roces internos. Todas las encuestas corroboran que el apoyo a las medidas tomadas por el gobierno (en lo sanitario y en lo socioeconómico) se mantienen por encima del cincuenta por ciento. Y confirman que sigue disponiendo de una mayoría suficiente para gobernar, y que a día de hoy la oligarquía no tiene otra opción que cohabitar con él.
En estas condiciones, se hace más necesario que nunca que la mayoría social progresista mantengamos una relación de apoyo y exigencia con el gobierno PSOE-UP, que alentemos la movilización y la lucha popular para exigir que esta crisis no la paguen, de nuevo, las clases populares, que se lleven a cabo medidas redistributivas de la riqueza en beneficio de la amplia mayoría, que se anteponga la salud pública a los beneficios oligárquicos, y que los recursos de la reconstrucción económica se pongan al servicio del país y de la gente.