En un momento en que en torno a un 86 por ciento de los abortos que se llevan a cabo en España tienen lugar en clínicas privadas concertadas con la sanidad pública, de la que son responsables los gobiernos de las comunidades autónomas, nos encontramos con un choque de intereses que están regulados por ley, pero en los que a la postre son las mujeres, una vez más, las que acaban llevando la peor parte.
Po un lado, tenemos la conocida popularmente como ley del aborto, aprobada en el año 2010, por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, por la cual, cualquier mujer mayor de dieciocho años puede interrumpir voluntariamente su embarazo en España durante las primeras catorce semanas de gestación. Esta ley sustituye a la aprobada en el año 1985 que permitía abortar en tres casos concretos.
Junto a ello, esta ley de 2010 indica que los profesionales sanitarios «directamente implicados» en una interrupción voluntaria del embarazo tienen derecho a la objeción de conciencia, mediante la cual pueden negarse a practicarla como profesionales sanitarios pero, eso sí, «sin que al acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas».
¿Y cuál es el resultado del encontronazo de ambos intereses, es decir, el de las mujeres que libremente quieren abortar en tiempo y forma, amparadas por la ley, y la negativa de los médicos a llevar a cabo este cometido en función de su «objeción de conciencia» en los hospitales públicos que mantenemos todos los ciudadanos con nuestros impuestos, y que por lo tanto les pegamos el sueldo? Pues que las mujeres son derivadas en la inmensa mayoría de los casos a las clínicas privadas concertadas pagadas por los gobiernos autonómicos, con un dinero proveniente también de nuestros impuestos.
Los datos cantan, y están ahí, meridianamente claros: en estos momentos tenemos cinco comunidades autónomas como son Madrid, Aragón, Extremadura, Castilla La Mancha y Murcia, a las que hay que añadir las ciudades de Ceuta y Melilla conde no se llevan a cabo abortos en la sanidad pública al no haber médicos que quieran practicarlos en base, una vez más, a su «objeción de conciencia». Lo curioso es que en muchos hospitales públicos todos los médicos encargados de este cometido, absolutamente todos, son «objetores de conciencia».
Por lo que a Madrid respecta, una comunidad autónoma próxima a los siete millones de habitantes, hay que decir que la sanidad pública solo se ocupa del 0,7 por ciento de los abortos llevados a cabo en los hospitales del Sistema Madrileño de Salud, derivando el resto de las interrupciones del embarazo a siete clínicas privadas, que en el año 2019 llevaron a cabo casi veinte mil de dichas interrupciones.
Ante esta situación de choque de intereses entre el derecho a abortar de las mujeres que lo deseen, al estar amparadas por la ley, y el derecho de los médicos a no llevarlo a cabo en hospitales públicos en función de su «objeción de conciencia», y en aras de que pueda garantizarse que se puedan practicar interrupciones del embarazo en la sanidad pública, el Ministerio de Sanidad está preparando una reforma de la ley del aborto en la que se incluya la obligación de crear un registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia.
Porque si es cierto que tienen todo el derecho a que se respete dicha objeción, también lo es que están trabajando en la sanidad pública, y por lo tanto tenemos derecho a esta prestación, porque su derecho debe llevarse a cabo «sin que el acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas».
En opinión Toni Morillas, directora del Instituto de las Mujeres, «Hay que normalizar el aborto como una prestación más». Todo ello, sin limitar la objeción de conciencia, pero reformando la ley para que dicha prestación esté garantizada en la sanidad pública. Abundando en el tema, la ministra de Sanidad, Carolina Darias, manifestaba hace días: «El acceso y la calidad asistencial de la prestación de la interrupción del embarazo no puede ser menoscabada por el derecho a la objeción de conciencia».