Joe Biden es ya -en términos absolutos- el candidato presidencial más votado de la historia de Estados Unidos con más de 74 millones de votos. Ha superado la marca de Obama en 2008 con 69,4 millones. Una enorme base de votantes, muchos de los cuales, dadas las características plebiscitarias de estas elecciones, más que por él, han votado «contra Trump».
Pero Donald Trump tiene otro récord. Con casi 70 millones de votantes -siete millones más que los 63 millones de 2016- es el segundo candidato más votado de los anales electorales estadounidenses. No es que haya revalidado su apoyo, es que lo ha fortalecido y galvanizado, transformándolo en una fuerza política y social de primera magnitud.
Durante cuatro años, nos han hablado hasta la saciedad de Donald Trump como un personaje, una figura histriónica, grosera y prepotente. Nos han dicho que las decisiones del principal centro de poder del planeta se tomaban en función de los impulsos irreflexivos, de los caprichos y ambiciones personales de un emperador adicto al tuit.
No por repetirla un millón de veces, esa visión de la política deja de ser completamente miope. Todos conocemos las peculiaridades del personaje, del megalómano Trump, su pirotecnia verbal, su incorrección política y su alma más que reaccionaria. Pero ningún dirigente, y menos el presidente de la nación más poderosa del mundo, se sienta en el Despacho Oval como recién salido del manicomio.
No son los individuos, no son los personajes. Son las clases. Un presidente norteamericano, sea Trump o sea Biden, sea demócrata o republicano, halcón o paloma, ha sido aupado a ese puesto porque es un representante de una parte de la clase dominante norteamericana, de la auténtica oligarquía financiera que posee las grandes concentraciones de capital, los bancos y las corporaciones monopolistas. Su política defiende la del sector hegemónico de la clase dominante yanqui que lo aupó a la Casa Blanca y cuya línea representa.
Dos fracciones de clase, dos líneas
En el seno de la burguesía monopolista norteamericana existen dos grandes fracciones enfrentadas en una lucha cada vez más antagónica, dos fracciones de la misma clase unidas por el objetivo fundamental de mantener la hegemonía norteamericana, pero que defienden dos programas diferentes. Dos líneas sobre cómo gestionar el ocaso del poder de la única superpotencia realmente existente, de cómo contener el ascenso de potencias rivales y frenar su propio ocaso. Dos fracciones que tienden a alinearse en torno a demócratas y republicanos.
Trump ha sido respaldado y sostenido por la misma fracción de la clase dominante estadounidense que aupó a la presidencia a G. W. Bush, es decir, los sectores nucleados en torno al complejo militar-industrial norteamericano, la mayor concentración de capital del planeta.
Bajo el mandato de Trump, EE.UU. ha fortalecido su brazo militar, con un aumento de los gastos del Pentágono, que han alcanzado la astronómica cifra de los 740 500 millones en 2020, un 123 por ciento del máximo presupuestado por Obama. Esto significa una auténtica lluvia de millones en la cuenta de beneficios de los grandes contratistas del Pentágono, compañías como Boeing, General Motors, Lockheed Martin, Raytheon, etc. También la industria extractiva (minería), especialmente la del petróleo, se ha beneficiado con la facilidad de acceso a las materias primas en el Tercer Mundo a la vez que Trump ha derogado todo tipo de limitaciones medioambientales. Y durante buena parte de su mandato, Trump se ha ganado el respaldo y el beneplácito especialmente de los grandes bancos de Wall Street, nódulo principal del poder financiero, gracias a que les ha hecho ganar mucho, mucho dinero.
¿Y quién respalda a Joe Biden? El sector de la clase dominante cuyos intereses monopolistas se han visto lesionados por la contracción del comercio mundial que Trump ha provocado. Sectores monopolistas como la potente industria del entretenimiento norteamericana (las productoras de Hollywood, Disney, Netflix), las tecnológicas (Google, Amazon, Facebook) y las de distribución de mercancías (Walmart, Coca-Cola, Mondelez) que suelen encontrar mejores condiciones para desarrollar sus negocios bajo una gestión demócrata.
También está el sector de energías renovables (AES Corporation, NRG Energy, NiSource) que ha sido maltratado por Trump y que exige que EE.UU. lidere un cambio en el modelo energético al que el mundo está inevitablemente abocado. Y también parecen estar muy interesadas las corporaciones de infraestructuras (Honeywell, Jacobs Engineering, Quanta Servicies) en el plan de estímulo económico que promete Biden.
Biden investido es la superpotencia en su ocaso
La administración Biden debe afrontar el mismo dilema que la de Trump hacer frente al ocaso imperial de la superpotencia norteamericana, al ascenso de nuevos centros de poder que aspiran a un orden mundial multipolar, y a la incesante lucha de los países y pueblos del mundo por zafarse del dominio norteamericano.
El problema central de EEUU es cómo contener el ascenso de China. Y Biden ha dejado claro que no va a relajar en modo alguno el cerco -económico, comercial, tecnológico, político, diplomático y militar- a China. Biden ha manifestado que el unilateralismo de Trump ha acabado beneficiando a Pekín. Y propone «cambiar la naturaleza básica de la confrontación», trabajar por un «frente unido de aliados y socios de los EE.UU. para confrontar a China», incrementando la participación de sus aliados europeos de la OTAN, Japón y Australia. Ya no sería EE.UU. frente a China, sino colocar a China frente al conjunto de potencias occidentales.
Una Europa americana, no alemana
No volverán los viejos tiempos, si es que alguna vez existieron sobre todo en lo que respecta a Alemania. El hecho es que durante los últimos cuatro años el mundo ha cambiado. Se ha agudizado el ocaso estadounidense y ha avanzado tanto la emergencia de China y del área del Asia-Pacífico como la progresiva irrelevancia de Europa. Una tendencia que la pandemia está agudizando.
Con Trump antes, ahora con Biden, la superpotencia norteamericana necesita aumentar los tributos sobre su área de dominio, y principalmente Europa. El gran capital de Wall Street necesita dar un salto en el grado de saqueo y de penetración en los mercados europeos, y en la apropiación de sus fuentes de riqueza.
Más cerca del final de su ocaso, más agresivos
No se puede decir que la política de Trump no haya sido agresiva, incluso en ocasiones altamente temeraria, ni que no haya puesto en grave peligro la paz mundial. Pero en los hechos Donald Trump es el único presidente de las últimas décadas que culmina su mandato sin haber embarcado de forma directa a la superpotencia en ningún conflicto de envergadura.
Por el contrario, su predecesor Barack Obama -del que fue vicepresidente Joe Biden- es el único presidente norteamericano que ostenta el récord de ejercer dos mandatos completos con el país en guerra todos y cada uno de sus días, incluido el día que recibió el Premio Nobel de la Paz. Juntos, Biden y Obama bombardearon Afganistán, Libia, Somalia, Pakistán, Yemen, Irak y Siria; promovieron golpes de Estado, «blandos» y «duros», en Honduras y Paraguay; y la desestabilización de Venezuela, Brasil, Ecuador y Bolivia; además de diseñar y alentar «primaveras» y «revoluciones de colores» en el Magreb y en Ucrania.
Cuanto más reduzca la lucha de los pueblos el espacio de dominio de EE.UU., más se incrementará la agresividad y el aventurerismo del hegemonismo, y con más ahínco tratarán de explotar a los países bajo su órbita y lanzar contraofensivas para tratar de recuperar el terreno perdido. Mientras exista, la superpotencia estadounidense constituye una tremenda amenaza -que no se debe minusvalorar ni por un instante- para la paz mundial y para todos los pueblos del mundo.