Por José Mª Alegre1 (texto y fotos)
Hace justo un año que España sufrió el confinamiento general a consecuencia del coronavirus que nos golpeó, cambiando nuestra forma de vida. Un mes después de estar encerrado en casa, tuve que hacer un reportaje de las calles de Madrid. Me pertreché del carné de periodista y del salvoconducto, me subí a mi moto (vivo a las afueras) y me fui a la capital y vi una ciudad fantasma.
Antes de llegar, me detengo en una pasarela peatonal que cruza la A-6, autovía de La Coruña que no encuentra un respiro a tanto atasco, pues el colapso circulatorio forma parte de su identidad. Pero no hay coche alguno. De hecho, los tres carriles son solo para mí. Me sobrecoge tanta soledad, la misma que hay en la Castellana, una de las vías de mayor tráfico de la ciudad.
Ni en las mañanas de resaca posteriores a un festivo sonado -el 1 de enero, por ejemplo-, la Castellana está así de desierta. Me llama la atención el tipo que la cruza teniendo el semáforo en rojo sin peligro de que ningún coche se lo lleve por delante, ¡porque Madrid es una ciudad sin coches, sin gente, sin nadie! No sé si el de la gorra está alucinado, yo sí lo estoy.
Me paso el día callejeando hasta bien entrada la noche, acercándome a Sol. Hace dos meses y poco estaba abarrotada de personas celebrando alegremente la llegada de 2020, año que venía con un «regalo» por nadie esperado. Ahora, está vacía, igual que en las últimas campanadas, las de 2021, al prohibirse el acceso a la plaza para evitar contagios. ¡Cómo nos ha cambiado la vida! La Gran Vía está igual, sin nadie.
El alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, aseguró en una entrevista que lo que más le impresionó al recorrer la ciudad durante el confinamiento fue el silencio que había. A mí también me impone, pero sobre todo la ausencia de los ciudadanos que la habitan y la visitan. De la Gran Vía, me acerco a la parte de la M-30 que emerge del subsuelo para invadir, entonces, ‘el césped’ del derruido Calderón.
Del Vicente Calderón solo queda la tribuna, resto de lo que fue el escenario de las tardes de gloria «colchoneras». Pero la imagen refleja otra demolición, la de nuestra sociedad tal como la conocíamos. Porque nada ha vuelto a ser como antes. La mascarilla forma parte de nuestro vestuario, las restricciones de movilidad son continuas y los muertos se cuentan por centenares de miles, algo que nos debiera resultar inaceptable.
Me dirijo a las Cuatro Torres, que ya son cinco, iconos de la ciudad, deteniéndome antes en Raimundo Fernández Villaverde para comprobar que está como el resto de viales. Circulo con mi moto sin vehículo alguno que entorpezca mi marcha, ¡qué gustazo!, pero, al mismo tiempo, me estremece pensar la causa que mantiene aceras y asfalto libre de zapatos y ruedas, al igual que el nudo norte de la ciudad.
En el viejo Madrid, el de los Austrias, callejones de historia y belleza que tantas veces me he pateado comiendo un bocadillo de calamares, misma inactividad que en el resto. Pero la gente está ahí, encerrada en sus casas, solo que no puede salir y no se trata de ninguna película apocalíptica, no, es real y lo estoy viviendo. Y los negocios chapados, ¿cuántos de ellos volverán a levantar la persiana?
Solo los ‘mensakas’ con sus bicis y escúteres van y vienen como si la cosa no fuera con ellos. Son los nuevos «conseguidores» de la sociedad en arresto domiciliario entregada por completo a la compra ‘online’, disparada desde entonces. ¿Qué sería de ella sin los ‘riders’? Tienen bula policial para llevar y traer las ansias consumistas de quienes están tras los cristales. Labor sudada e ingrata la suya. Les admiro.
Decía antes que el silencio era total… solo roto por las sirenas de las ambulancias y los coches patrulla. Hay tantos que me paran un montón de veces para que les dé razón sobre mi presencia allí. Los documentos que llevo son mi salvoconducto para que, tras su comprobación, el policía de turno me permita proseguir con mi trabajo, tratándome todos ellos, Policía Municipal y Nacional, dejo constancia de ello, con absoluta amabilidad.
Todo está cerrado, ni una silla ni una mesa ni un amable camarero que te sirva una ‘caña’, es un decir. Y me doy cuenta de la importancia de los establecimientos de comidas y bebidas. Una ciudad sin bares y restaurantes vale muy poco. La «relaxing cup ofcaféconlechein Plaza Mayor» practicado por los turistas que la abarrotaban, ahora desierta, es una buena muestra de ello.
¡Mírala, la Puerta de Alcalá!, pero tan emblemático monumento no está para canciones ni fiesta alguna. Un enorme lazo en el centro de la emblemática puerta recuerda a las víctimas que se ha llevado el Covid, a todas ellas, homenajeadas por el pueblo de Madrid de forma permanente en un pebetero ubicado en la plaza Cibeles cuyo fuego evoca el origen del universo y de la humanidad.
Acaba mi peregrinar por las calles del Madrid confinado por el «Estado de alarma», hace de eso un año. Nada es igual desde entonces, ni social, ni económica, ni política, ni, por supuesto, sanitariamente. El Covid-19 llegó para cambiarlo todo ¡y vaya si lo ha hecho! En busca de la moto por el barrio de las Letras leo la palabra libertad, la que nos falta, recordando a García Lorca: «En la bandera de la Libertad bordé el amor más grande de mi vida».