Juan de Dios Ramírez-Heredia[1]

Hoy, día 6 de diciembre, fecha en la que hace 43 años el pueblo español se dio a asimismo el texto normativo más importante de su historia, estoy triste, muy triste porque me gustaría estar en Madrid, en el Congreso de los Diputados, como he hecho durante tantos años para celebrar con mis compañeros de entonces tan gloriosa efemérides.

Pero no, estoy en Barcelona tratando de digerir la rabia y la pena que me causa la decisión de la mesa del Congreso de no invitar a los parlamentarios constituyentes al encuentro que cada año nos permitía evocar juntos una época irrepetible de nuestra historia.

Dicen que la culpa ha sido por la pandemia, pero no es verdad

Y no lo es porque el acto solemne se ha celebrado al aire libre. Se podría entender si hubiera sido en el interior del hemiciclo. Pero no, ha sido en la carrera de San Jerónimo y en la escalinata que da acceso a la Puerta de los Leones donde la presidenta del Congreso ha leído su buen construido discurso.

Los constituyentes no hemos sido invitados porque quienes lo han decidido han carecido de la sensibilidad necesaria para entender en qué circunstancias históricas se produjo la redacción del texto constitucional.

Juventud, divino tesoro

Lo escribió Rubén Darío. Sin duda su más conocido poema. Y así de jóvenes son todos los que hoy mandan en nuestro país. Cosa que a mí me parece algo saludable, pero que no deberían olvidar que el poeta completó la imagen diciendo:

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer

Nosotros, los constituyentes, también fuimos jóvenes —yo tenía treinta y pocos años— y la juventud se nos fue para no volver. Recuerdo que en una de las últimas celebraciones a las que asistí, le manifesté a un compañero de aquella época mi extrañeza porque veía que éramos muy pocos los presentes. «¿Qué ha pasado —le pregunté— acaso no han sido invitados?» No, hombre, no. Es que se han muerto.

Así sucedió y así lo cuento

Fotografía oficial del autor, que consta en el Vademecum del Congreso de Los Diputados, el día que votó y firmó la Constitución en 1978

Permítanme transcribir algunos párrafos de lo que publiqué en 2018 cuando tal día como hoy nuestra Carta Magna cumplió cuarenta años de edad. Recordaba entonces el día en que el presidente del Congreso, Fernando Álvarez de Miranda, dio la palabra a uno de los secretarios para que procediera a la lectura del contenido de la Disposición Derogatoria con que se cierra la Constitución. Subió a la tribuna el señor Ruiz-Navarro y Gimeno, de la Unión de Centro Democrático y dio lectura, con cierta intencionada torpeza, al texto de la Disposición.

Recuerdo que la inmensa mayoría de los diputados gritábamos: «¡Bien, bien, bien!». Aquello era un clamor. Algunos casi saltábamos exultantes de alegría. La piqueta de la democracia estaba echando por tierra los últimos ladrillos del complejo jurídico que la dictadura había entretejido a lo largo de tantos años. Los constituyentes no queríamos que quedara ni rastro de aquel entramado y estábamos dinamitando los cimientos del franquismo, cuyas piedras angulares se colocaron en plena guerra civil.

«Queda derogada la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947, todas ellas modificadas por la Ley Orgánica del Estado, de 10 de febrero de 1967, y en los mismos términos esta última y la de Referéndum Nacional de 22 de octubre de 1945».

El bueno del presidente había perdido, a estas alturas, el control del Congreso de los Diputados. Aquello no parecía una cámara legislativa. Era más bien la imagen de un instituto de bachillerato, el último día de curso, cuando los estudiantes cierran los libros para disfrutar de unos meses de playa o montaña, lejos de la disciplina y de las obligaciones escolares.

El espectáculo mereció ser filmado por muchas cámaras ocultas. Santiago Carrillo sonreía socarronamente. Dolores Ibarruri mantenía una expresión de serena alegría. Rafael Alberti tal vez pensaba que su marinero había encontrado, al fin, un puerto en el que establecerse sin sobresaltos. Manuel Jiménez de Parga, primer Ministro de Trabajo de la democracia y que luego fue presidente del Tribunal Constitucional no podía disimular su alegría. Felipe González y Alfonso Guerra se abrazaron fraternalmente. Y Adolfo Suárez, el gran artífice del complejo constitucional, impasible en su escaño, con la misma impresionante seriedad con que aguantó años más tarde la entrada de Tejero en el hemiciclo, no podía ocultar un brillo de emoción en sus ojos. Nadie mejor que él, que se había formado al amparo de aquellas carcomidas vigas antidemocráticas, sabía lo que representaba el montón de escombros que tenía ante la vista. Algunos jamás se lo perdonaron.

Pero el delirio llegó cuando Ruiz-Navarro, tomando aire, carraspeando para propiciar que guardásemos silencio, levantando la voz y empinándose sobre su larga y desgarbada figura, leyó:

― «Quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución».

El Diario de Sesiones, muy parco en sus descripciones, dice tan sólo: «Los señores Diputados, puestos en pie, aplauden el resultado de esta votación». Pero no fue así. Yo doy fe de ello, porque yo estaba allí y porque participé en la votación como Diputado por Barcelona. Y si hubiera tenido la oportunidad de redactar esa parte del Diario de Sesiones yo habría escrito: «Los señores Diputados, puestos en pie, aplauden desaforadamente al tiempo que gritan como locos ¡¡bien, bien, muy bien!!. Algunas de Sus Señorías se trasladan desde sus escaños para acercarse a los de los bancos contrarios y se funden en abrazos con quienes son sus adversarios políticos. Finalmente, el señor presidente, advirtiendo tamaña algarabía y consciente de que nadie le escucha ya, da un fuerte golpe con la maza sobre la mesa y levanta la Sesión».

Larga vida a la Constitución de 1978

La Constitución no es la Biblia por lo que es un texto reformable. Sin embargo, muchos pensamos que antes de abordar semejante empeño se debería echar una mirada al pasado reciente de nuestra historia para no dar ocasión a que se desmorone el edificio constitucional que tanto esfuerzo costó levantar.

Y cuando se celebre en 2028 el 50 aniversario de este texto providencial, tal vez no será necesario invitar a los parlamentarios que lo hicimos porque lo más probable es que lo celebremos desde otro lugar donde gozaremos de mejores vistas.

  1. Juan de Dios Ramírez-Heredia, abogado y periodista, diputado constituyente

LEAVE A REPLY

Escribe un comentario
Escribe aquí tu nombre