Desde los primeros años, la fotografía encontró uno de sus mejores argumentos en la fidelidad a la memoria de los seres queridos: el retrato como refugio del recuerdo, como espejo de la memoria. Así, una de las costumbres que se puso de moda fue la de fotografiar a los difuntos en su lecho de muerte o en el ataúd, otras veces sentados o de pie, con el fin de mantener su imagen para la posteridad.
El género ya venía practicándose en la pintura y había alcanzado su apogeo durante los siglos dieciocho y diecinueve, como «retratos póstumos para el luto». También la escultura registra ejemplos de representaciones post mortem, aunque únicamente de reyes o personajes destacados de la Historia.
La fotografía comenzó muy pronto a ocuparse de este tema, una práctica facilitada por la absoluta quietud del difunto, ya que para tomar una fotografía se necesitaba que el modelo permaneciese absolutamente inmóvil durante quince o veinte minutos.
En su libro Sleeping Beauties, el coleccionista Stanley B. Burns recopiló cientos de estas fotografías, de las que posee miles en su casa de Nueva York. Con este mismo tema la profesora Virginia de la Cruz Lichet escribió su tesis doctoral Retratos fotográficos post-mortem en Galicia (siglos XIX y XX), y ahora esta misma autora publica con el título «Post mortem» (Titilante Ediciones) un libro ilustrado con decenas de fotografías que el actor Carlos Areces ha venido recopilando durante años en más de quince países, la mayor parte de niños de corta edad.
La mortalidad infantil era muy alta durante los años en que se hacían estas imágenes. El dolor de los padres por la pérdida de un hijo quedaba atenuado por un retrato del niño en sus brazos o en el lecho de muerte, a veces coloreado a mano por el fotógrafo y frecuentemente escenificado como si estuviera en el cielo: serenos, angelicales, rodeados de flores. En ocasiones los padres intentaban transmitir la sensación de que sus hijos estaban dormidos en su regazo, con vida.
El género se impuso como necesidad cuando el fallecido no había tenido la oportunidad de haberse retratado solo o con su familia o sus amigos, y se trataba de mantener el recuerdo a través de su imagen. Los fotógrafos se desplazaban habitualmente al domicilio del difunto, aunque a veces se trasladaba el cadáver al estudio del fotógrafo, que disponía de iluminación y de decorados para la ocasión. Otras veces las circunstancias obligaban a hacer la fotografía en exteriores, sobre todo para aquellas fotos familiares en las que, para retratar a todos los miembros, se necesitaban espacios más amplios que el de una habitación de la casa.
Esta voluntad de mantener a los seres queridos en el recuerdo a través de una imagen de realidad promovió de manera importante el desarrollo de la fotografía en sus primeros años (las películas Los otros de Alejandro Amenábar y Blancanieves de Pablo Berger recogen esta costumbre). El difunto era retratado con sus mejores ropas, sus objetos favoritos o sus juguetes. A veces le abrían los ojos para que pareciese estar vivo y otras se los pintaban sobre los párpados. En ocasiones los retratos de difuntos, sobre todo cuando se trataba de adultos, eran un documento más para certificar su muerte a efectos burocráticos. También para comunicar la noticia a familiares ausentes o lejanos. A veces se utilizaba la fotografía del difunto, convenientemente escenificada, como estampa protectora o como efigie religiosa a la que, cual santo, se pedían concesiones a través de la oración.
Las fotografías post mortem que se incluyen en este libro se refieren sólo a las que fueron tomadas en contextos funerarios con la intención de perpetuar el recuerdo de las personas fotografiadas, no aquellas de personas muertas en accidentes, asesinatos o atentados. Los muertos de este libro fueron preparados hasta en sus mínimos detalles con el fin de dotar al difunto de dignidad y de solemnidad y para transmitir una sensación de muerte tranquila.
El libro analiza también la evolución de la fotografía post mortem a lo largo de los años en los que se practicaba el género y las diferentes técnicas que los fotógrafos utilizaban para conseguir resultados más estéticos, desde ambientaciones simulando jardines frondosos o escenarios celestiales y paradisíacos a iluminaciones especiales que destacaban determinados aspectos del difunto.
Como dice la autora de este libro, «Frente a la des-composición del cuerpo tras la muerte, la fotografía permite su re-composición a través de la imagen; funciona como un sustituto de un cuerpo ausente (…) permite hacer el duelo, aceptar la muerte, procesar la pérdida pero sin olvidarla, dar vida a ese ser más allá de su propia existencia».