«La muerte de Virgilio», del austríaco Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, Connecticut, 1951), es una de las grandes novelas europeas del siglo veinte, a la altura de las mejores de Kafka, Musil, Proust, Joyce o Thomas Mann.
Se trata de una obra increíblemente marginada cuando se citan las cimas literarias del siglo veinte, y de un autor relegado también al olvido. Es como si la indiferencia que Broch denunció como uno de los elementos determinantes del ascenso del nacionalsocialismo en la Europa de los años treinta se hubiera cebado ahora sobre su persona y sobre su obra.
Cuando se cumplen 75 años de su publicación, este aniversario de «La muerte de Virgilio» es una buena ocasión para rescatar una creación densa, de lectura nada fácil por su barroquismo, su experimentalismo lingüístico y la utilización simultánea del monólogo interior y de la tercera persona, pero muy gratificante para los amantes de la gran literatura.
«La muerte de Virgilio» cuenta las últimas horas de vida del poeta Publio Virgilio Marón desde el momento en que el emperador Augusto, a quien le unía una gran amistad, lo traslada a Roma en una nave de su flota a través del Adriático desde Atenas, donde Virgilio ultimaba la redacción de La Eneida. Durante el viaje, en una escala en Megara, Virgilio cayó enfermo de gravedad debido a una insolación causada por el calor tórrido de aquellos días y falleció el 21 de septiembre del año 19 a C. al poco de llegar a Brindisi, donde la flota había hecho escala para celebrar el natalicio del emperador.
La novela se centra en el tránsito de Virgilio hacia su muerte y de los esfuerzos, felizmente frustrados, dirigidos a cumplir una de sus últimas voluntades: destruir el manuscrito de La Eneida, la obra literaria que ya había terminado y que llevaba consigo en un cofre del que nunca se separaba. Con este acto quería demostrar que la poesía no había servido para resolver los grandes problemas de la humanidad y de superar la sensación que sentía al pensar que tampoco La Eneida iba a alcanzar esa misión redentora.
A lo largo de las últimas horas, y durante su agonía en el aposento que Augusto le reserva en su palacio de Brindis, Virgilio evoca su vida, desde la infancia campesina en Andes hasta el momento mismo de su enfermedad. Desde el insomnio y la fiebre reflexiona sobre la muerte y el destino, sobre la belleza, el amor y la soledad del artista, sobre la realidad y la fantasía, sobre su obra poética… y decide firmemente destruir La Eneida.
En las horas de duermevela, entre alucinaciones y delirios, Virgilio dialoga con personas a las que conoció a lo largo de su vida; con su madre, con su hermano Flaco, con Plocia Hieria, el gran amor de su vida, amante de su amigo Vario: «Plocia vino por los puentes; con pie ligero se acercó, acompañada por mariposas y pájaros silenciosamente gorjeantes, pasó a través de la superficie del espejo de mano…»
El amanecer de una nueva jornada aporta a Virgilio sensaciones familiares traídas por el ruido de la calle, por las voces de la gente que pasa bajo la terraza de su residencia, por los carruajes que llevan los productos al mercado. El poeta encarga a sus amigos Plocio Tuca y Lucio Vario, que lo visitan por la mañana, la destrucción de La Eneida: «La Eneida es indigna… sin verdad… nada más que bella… Sois mis amigos, la quemaréis… quemaréis La Eneida por mí… Prometedlo…»
Carondas, el médico que lo trata, anuncia a Virgilio la visita de Augusto. Durante un largo encuentro, el poeta y el emperador hablan de la vida y de la muerte, de arte y de arquitectura, de la paz y de la guerra, del pueblo, de la libertad, del poder y del Estado, de la función social de la poesía… se trata de uno de los diálogos más magistrales que haya dado la literatura.
Hablan también de los dioses y Virgilio revela al César su intención de destruir La Eneida como un sacrificio a ellos. Augusto le pide que olvide sus planes para hacer desaparecer lo que cree que es su gran obra y le reprocha que quiera hacerlo para no tener que dedicársela. Para desmentir esta acusación y demostrar el amor que siente por el emperador, Virgilio accede a que sea Augusto quien se haga cargo del cofre que contiene la obra a cambio de que a su muerte libere a sus esclavos.
En las últimas horas de vida, Virgilio completa la redacción de su testamento, mientras la sala se va llenando de una multitud de sombras fantasmales entre las que sobresale Plocia, quien lo invita a partir con ella. El último capítulo narra los delirios de la mente inconsciente de Virgilio al emprender el último viaje en un esquife que navega escoltado por grandes naves y pequeñas barcas, en las que distingue a los amigos que le acompañaron a lo largo de su vida: Albio Tibulo, Lucrecio, Marco Terencio Varrón… hasta que llegan a la costa y el poeta desembarca en una playa paradisíaca donde le espera Plocia. Juntos recorren desnudos el camino final a lo largo de un inmenso jardín con plantas y frutos exóticos, animales fantásticos, dirigiendo sus pasos hacia la eternidad: «Le pareció que era una mano muy grande la que le llevaba a través de este crepúsculo doblemente suave, maternal en su blancura, paternal en su sosiego, que le envolvía y le llevaba más y más eternamente».
Hermann Broch
De origen judío, Hermann Broch vendió un negocio textil familiar en crisis para dedicarse de lleno al estudio de la filosofía, las matemáticas y la sicología. Después de colaborar en las revistas Summa y Brenner, comenzó a publicar en 1931 la trilogía «Los sonámbulos» («Pasenov o el romanticismo», «Esch o la anarquía» y «Hugueneau o el realismo»), una obra fundamental para entender los cambios en Centroeuropa entre los siglos diecinueve y veinte. En esta obra ya vislumbra la tragedia que en los años siguientes convertirá el continente en un gigantesco cementerio de ruinas humeantes.
En Viena se relacionó con Robert Musil, Georg Lukács y Karl Kraus, para cuya prestigiosa revista Die Fakel (La Antorcha) escribió algunas colaboraciones. En 1933 publicó la novela «La magnitud desconocida», que fue su última obra en Europa porque cuando el nazismo llegó al poder fue detenido por la Gestapo y encarcelado en Alt Aussee durante cinco semanas. Fue allí donde comenzó a escribir «La muerte de Virgilio», una obra que terminó durante su exilio en los Estados Unidos, a donde consiguió huir vía Inglaterra.
«La muerte de Virgilio» se publicó en 1945 simultáneamente en inglés y en alemán. Con esta novela, Broch pretendía hacer un paralelismo entre los años del imperio romano que vivió el poeta Virgilio Marón y los convulsos de las vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
En 1950, poco antes de su muerte, Hermann Broch publicó su última obra, «Novela de montaña», nuevamente una crítica al clima político que atenazó Alemania y paralizó a los alemanes en los años treinta del siglo veinte.