La Historia, ese «paquete de mentiras adjudicadas a los muertos«, según Voltaire, tiene lagunas que unas veces obedecen a motivos ideológicos (véanse los manuales de los bachilleratos del franquismo), otras a la incompetencia de historiadores e investigadores y en ocasiones a circunstancias ciertamente inexplicables. Una mezcla de estas tres razones se ha abatido sobre la figura histórica del rey Amadeo I de Saboya.
Tal vez el corto reinado de quien fue sucesor de Isabel II, apenas dos años desde su entronización el 2 de enero de 1871 hasta su abdicación en febrero de 1873, no diera para un relato copioso de sus avatares personales, pero no hay que olvidar que le tocó vivir un periodo convulso, lleno de inestabilidad política.
Da idea de esas convulsiones el hecho de que en ese corto periodo Amadeo I tuvo que reinar con seis gobiernos distintos que tenían que encarar varios frentes simultáneos: una grave crisis económica, movimientos independentistas que se manifestaban con fuerza en Cuba y comenzaban en Puerto Rico, la tercera guerra carlista de los partidarios del pretendiente Carlos VII, los defenestrados borbones, quienes ansiaban recuperar el trono para Alfonso XII y, por si fuera poco, los partidarios de la instauración de una república, que finalmente fueron quienes se hicieron con el santo y la peana.
No es que la Historia, o mejor los historiadores, hayan tratado mal la figura de Amadeo I de Saboya. Es que en gran medida lo han ninguneado. Apenas se sabe gran cosa de este rey, por quien casi todo el mundo ha pasado de puntillas. ¿Quién fue exactamente Amadeo I de Saboya?. ¿Cómo vivió su efímero reinado?. ¿Cuáles eran su pensamiento político y sus ideas sobre la futura España en la que iba a reinar desde un trono que desde el principio muchos hicieron todo lo posible para que le resultara incómodo a pesar de haber sido elegido por el Parlamento (y era la primera vez que esto acontecía)?.
El escritor Vicente Araguas se pone en la piel de este rey, Amadeo I, para intentar descifrar los enigmas de un reinado que, a pesar de la fuerte oposición de las fuerzas conservadoras que eran las que realmente tenían en sus manos la práctica totalidad de los poderes, manifestó su carácter progresista en muchas de sus iniciativas, como la abolición de la esclavitud en las colonias o el alejamiento de los dogmas más reaccionarios de la Iglesia católica, una iglesia que –dice Vicente Araguas por boca de Amadeo (católico, apostólico y romano pero por encima de todo liberal)- «veía cómo un joven valiente, constitucional, aprobaba matrimonios civiles, secularizaciones de cementerios y suprimía mamandurrias estatales al clero que no jurase la Constitución».
«Viaje al país de la luna (Amadeo I)», editada por Pigmalión (por cierto, el título alude a un comentario de Amadeo a su ayudante Dragonetti diciéndole, ante las sorprendentes diferencias que apreciaba con su país de origen, que parece que hubiesen llegado al País de la Luna), más que una novela histórica es una historia novelada, que no es lo mismo.
Porque casi todo lo que se cuenta aquí es rigurosamente histórico, aunque se cuenta como una novela, como una de esas novelas, además, en las que la narración corre a cargo de los protagonistas a través de monólogos interiores, soliloquios, evocaciones de la memoria… hasta que al final, una vez terminada la lectura, nos queda una imagen que personalmente considero muy aproximada al personaje real que debió ser Amadeo I y a una España en la que la Iglesia, el ejército y sus generales golpistas, los partidos conservadores, la nobleza, los terratenientes, hicieron todo lo posible por desviar la trayectoria hacia la modernidad que pretendían personajes como este rey que, hubiera podido ser, según el autor de este libro, «un gran presidente de esa república española que se nos sigue resistiendo».
La acción transcurre durante el trayecto en tren en el que viajan el rey, su esposa María Victoria dal Pozzo, enferma, sus tres hijos y un corto séquito de personas que le fueron fieles, como Eugenio Montero Ríos y el cronista oficial Antonio Pirala. Se dirigen a Lisboa, donde serán acogidos por los reyes de Portugal, Luis y su esposa María Pía, hermana de Amadeo. Desde Lisboa trasladará a la familia a Italia un acorazado enviado por Víctor Manuel II, padre de Amadeo y en buena medida responsable de que tuviese que aceptar la corona de España.
Durante ese trayecto en tren Amadeo I hace un recorrido por la memoria de sus años en España como rey, desde su llegada accidentada con la noticia de la muerte en atentado del general Prim, quien era su valedor y su principal apoyo, hasta los últimos acontecimientos que lo obligaron a abdicar de un trono que nunca debió aceptar, según reconocimiento propio. En sus reflexiones se mezclan los aspectos oficiales del ejercicio de su reinado, incluido el atentado que sufrió en las calles de Madrid, con los más íntimos relativos a su familia y a las relaciones con sus amantes, la más destacada de las cuales fue Adela de Larra y Wetoret, una de las hijas de Mariano José de Larra, a la que el rey tenía en gran estima y no sólo carnal.
La novela se completa con otros monólogos que complementan la visión del rey. Así, los de sus amantes, la propia Adela y Josefa Bueno, los de los políticos Ángel Fernández de los Ríos y Manuel Ruiz Zorrilla, camino también este último de su exilio en la localidad portuguesa de Elvas; el de la esposa del rey, María Victoria, el de Víctor Manuel II, el del general Topete, incluso el del Papa Pío Nono… y los soliloquios de dos personajes de ficción, la pareja formada por el coronel Ardora y la mulata Altagracia Manglares que, si bien no forman parte de la realidad sirven al autor para completar una visión de la España colonial y hacer que todos los elementos de este puzle encajen finalmente en una historia coherente de una España poco conocida, aunque no tan lejana.