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La esencia gibraltareña de las élites del procés

Puigdemont y Trump
Puigdemont y Trump

Según un informe de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales (ADGSS), entre 2009 y 2018, Cataluña fue la comunidad que más recortó el gasto en salud, educación y servicios sociales, casi un veinte por ciento.

La Generalitat en ese período ha situado a la comunidad autónoma catalana a la cola de todas las autonomías, y ya es la comunidad con menos gasto social por habitante, 2199 euros. También ha bajado el presupuesto en sanidad (un 27,51 por ciento), en 3328,2 millones de euros menos desde 2009. Y la la inversión en educación se ha reducido en 780 millones de euros.

Sin embargo, el gobierno catalán dispone de un presupuesto anual de 42 mil millones. ¿A dónde se va entonces el dinero?

La élite que ha gestionado la Generalitat -prácticamente sin interrupción desde la Transición- ha ido creando una red de intereses, basada en los presupuestos públicos, que incluye 36 fundaciones, 31 sociedades mercantiles, 60 consorcios y 59 entidades públicas de diferente tipo, además de las empresas privadas subvencionadas. A todo ello hay que hay que añadir los altísimos sueldos que se han autoasignado del dinero público, con el que un consejero, un expresidente, directores generales, y algún jefe de tales entidades burocráticas cobran más que los primeros ministros de media Europa.

Por estos gastos dejan sin atender las principales necesidades de los catalanes y, al mismo tiempo, acumulan año tras año una inmensa deuda pública que equivale ya a la mitad de la suma de toda la deuda del resto de comunidades autónomas.

Las élites del procés llevan décadas incrustadas en una administración burocratizada y con sueldos desorbitados. Unas élites que han cristalizado en una nueva clase social, una burguesía burocrática, cuyo capital es el presupuesto autonómico, y cuyo único interés es mantener el control de los recursos públicos que parasita. Para el resto de los catalanes -sean independentistas o no- recortes y más recortes.

Uno de los gastos -millones de euros del dinero público-, ha ido dirigido, desde la época de Pujol a la de Mas y Puigdemont, a la llamada «acción exterior», con la excusa de que «frente al inmovilismo del gobierno y el Estado español es necesario tejer complicidades internacionales». Y se han esforzado en buscar «padrinos globales»” que den cobertura a sus planes de ruptura.

¿Y los han encontrado?

Los hechos de la intervención de centros de poder internacionales en el «caso catalán», presentado como un «asunto doméstico», sigue siendo un aspecto cuidadosamente ocultado en la política española.

Para desgajar un país que es la cuarta economía de la zona euro, las élites del procés necesitan contar con el apoyo, abierto o encubierto, de los centros internacionales más poderosos. La posibilidad de constituir un nuevo Estado -que afecta a España, uno de los Estados claves de Europa Occidental- está en el centro de las relaciones internacionales, que son, en definitiva, relaciones de poder. Y por ello debe contar necesariamente con la participación activa de los principales centros de poder mundiales.

Veamos el papel que ha jugado Estados Unidos, la única superpotencia actualmente existente, en la «crisis catalana». Hace unos cinco años Dana Rohrabacher, presidente del Subcomité para Asuntos Europeos de la Cámara de Representantes de EEUU -en plena rampa de lanzamiento del 1-O, y ante miembros de la delegación catalana en EE.UU.- afirmaba «no ver ningún motivo por el que haya que negar al pueblo de Cataluña el derecho a decidir si quiere ser parte de España». Añadiendo una delirante valoración de la situación catalana: «la persistente tozudez de una mayoría étnica dominante alimenta las frustraciones que conducen no solo a la inestabilidad, sino también al caos, al odio y la violencia».

¿Y cuál es la especialidad de Rohrabacher? La promoción de la fragmentación. La constitución norteamericana prohíbe la secesión de un Estado miembro de la Unión, pero Rohrabacher se pregunta, para el resto del mundo: «¿Qué hay de malo en cambiar las fronteras creadas por monarcas hace dos siglos?». Cuando Rohrabacher abandonó su carrera política, tomó su relevo en Washington el congresista Mario Díaz-Balart, del Partido Republicano, recibiendo a Puigdemont y Torra en EE.UU., y pronunciándose públicamente a favor de un referéndum por la independencia en Cataluña.

Pero no solo se limitan a la «derecha republicana». También apoyan destacados dirigentes del Partido Demócrata, como Eliot Engel, miembro del comité de Asuntos Exteriores del Congreso, partidario de la independencia de Kosovo, del traslado a Jerusalén de la capital de Israel y de más mano dura contra el mundo hispano.

Las élites del procés han tejido una relación fluida con el «Estado profundo» estadounidense. Según el Registro de Agentes Extranjeros en EE.UU., la delegación de la Generalitat mantuvo entre 2015 y 2017 -cuando se preparaba el asalto que culminó en el 1-O y la DUI- hasta 207 reuniones con instituciones de aquel país. Entre ellas diez entrevistas fueron mantenidas con funcionarios del Departamento de Estado, que dirige la política internacional de Washington.

En septiembre de 2013, pocos meses después de que el procés estallase, Roger Albinyana, entonces secretario general de Acción Exterior y Unión Europea de la Generalitat, se reunió con el inglés Jamie Shea, quien ocupaba el cargo de asesor adjunto del secretario general de la OTAN para Desafíos Emergentes de Seguridad. Pocos meses antes, en septiembre de 2014, la Generalitat había solicitado a la OTAN que apoyara el proceso independentista, ofreciendo a cambio albergar en Cataluña una subsede de sus cuarteles generales en Bélgica y varias bases militares. Y ya con Trump como presidente, Víctor Terradellas planteó directamente que Cataluña debía ofrecerse a EE.UU. como «muro de contención occidental en el sur de Europa, codo a codo con Israel, el país que más en serio sigue el proceso catalán».

¿Por qué EE.UU. da aliento y esperanzas a las élites más aventureras del procés? Washington no está interesado en fragmentar una España que es un peón fiable y plataforma privilegiada de su despliegue militar global. Pero sí como arma. A cambio de una declaración de apoyo de la Casa Blanca a la unidad de España, se exigió una mayor participación militar de nuestro país en las operaciones de la OTAN en las fronteras rusas.

Y para imponer a España condiciones draconianas de saqueo y recortes, ha sido muy «rentable» hurgar en las heridas fraccionadoras de nuestra unidad. Y las élites del procés han estado dispuestas a entregar Cataluña a Trump como ariete en Europa a cambio de cobertura a sus planes de ruptura. Su naturaleza «gibraltareña» muestra que bajo su apariencia de independentistas se esconde una esencia -vendepatrias- dispuesta ya a entregar su futura «Cataluña independiente» a la superpotencia… y también a otras potencias de turno.

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