Afortunadamente, el ser humano es un animal con una gran capacidad de adaptación, cosa que no siempre sucede con otros vecinos de distintas especies. Y esta circunstancia que nos está tocando vivir en un momento en que un enemigo invisible llamado coronavirus ha hecho acto de presencia está siendo prueba de ello.
Tanto es así que hemos vuelto a refugiarnos, a recogernos en la cabaña, en nuestro hábitat, en el sitio que forma parte determinante de nuestras vidas, donde convivimos, nos refugiamos: es decir, nuestra casa, hogar, ya sea buhardilla, piso, chalet, choza o palacete.
Los psicólogos, que van a tener mucho trabajo de ahora en adelante, denominan a esta situación como «síndrome de la cabaña», aunque los que somos más de andar por casa solemos traducirlo como un poco de «acojonamiento».
Por lo que al que suscribe respecta, debo decir que en estos cerca de sesenta días de encierro habré abandonado mi cabaña, mi piso, un par de veces, tres a lo sumo. Y es que esto de formar parte también de la llamada «población de riesgo» (que la frasecita se las trae), es lo que tiene, por lo que entre «síndrome» y «acojone» anda la cosa.
Pero al mismo tiempo, durante este encierro prolongado, a la par que nos hemos ido acostumbrando a la situación, hemos descubierto muchas cosas que forman parte de nuestras vidas, y a las que no les prestamos atención, pasando inadvertidas en el día a día, como si no existiesen.
Como por prescripción el hecho de andar forma parte del día a día, he convertido la cabaña, es decir, el piso, en una pista de atletismo en la que me hago mis tres mil pasos diarios, dando vueltas como una peonza de la cocina al salón, cruzando el pasillo, yendo al dormitorio y vuelta a empezar. Todo ello en unos noventa metros cuadrados en los que hay que retirar muebles previamente para no descoyuntarte las rodillas o acabar empotrándote contra una inoportuna mesa mal retirada…
Hay que ver la de cosas que tenemos en las casas a las que no les prestamos atención alguna y que sin embargo están ahí, a nuestro lado, llevan años sin recibir una simple mirada por nuestra parte. Pero están ahí, y ahora las veo, las miro una y otra vez cuando discurro por el «circuito» cabañero que me he montado. Son cientos, máxime a una edad en la que otro síndrome, en este caso de Diógenes, también forma parte de nuestras vidas.
Como ese Quijote de barro que sigue en la estantería desafiando al tiempo, comprado años ha a un maestro alfarero de Almagro. O esa jarra que fue el primer detalle en el año 1965 de una cerámica alemana a la que entré a trabajar, para poder desayunar y empezar a currar duro. Un escriba sentado es testigo de aquel crucero por el río Nilo, en Egipto, donde fui el hazmerreir en la fiesta del barco al ir disfrazado de mujer con el atuendo que me habían vendido unos vendedores ambulantes para la ocasión.
Junto a todo ello libros, unos leídos, pendientes de leer, prestados o no devueltos. Y cientos de cosas más, en esta mi cabaña similar, supongo, a otras tantas… Están ahí, son testigo de los tres mil pasos diarios que esperemos lleguen a buen puerto.