«No puedo conseguir esto en ningún otro sitio», afirma Tshering Lhamo, una vendedora de veintinueve años de una tienda, en Timbu, la capital de Bután, mientras señala el aire limpio del Himalaya fuera de su negocio de thangkas, los tapices budistas tibetanos fabricados en seda, informa Zofeen Ebrahim (IPS) desde Timbu.
Lhamo estudió en Kuala Lumpur, la capital malasia, pero regresó a Bután en busca de paz y pureza. Su amiga, Kezan Jatsho, quien nunca ha salido del país, añade: «Aprecio la paz que hay aquí», a pesar de que muchos de sus compañeros emigran al extranjero.
Pero la serenidad de la que hablan las dos está amenazada.
Bután, un pequeño reino himalayo de 745.000 habitantes, aproximadamente del tamaño de Suiza, es elogiado como el primer y único país del mundo con huella de carbono negativa.
Los bosques cubren más de 72 por ciento del territorio y la Constitución establece que al menos 60 por ciento debe permanecer boscoso para siempre. El aire limpio, el agua abundante y la belleza natural definen la vida en el territorio enclavado en la cordillera del Himalaya.
Desde 1972, la filosofía nacional de Bután, la felicidad nacional bruta (FNB), da prioridad al bienestar por encima del producto interno bruto (PIB) y defiende la sostenibilidad, la preservación cultural y el crecimiento equitativo.
Sin embargo, la seguridad climática de Bután es más precaria de lo que parece.
La ubicación del país en el Himalaya oriental lo hace especialmente vulnerable a los efectos del calentamiento global. El deshielo de los glaciares se está acelerando. Las inundaciones repentinas y los deslizamientos de tierra son cada vez más frecuentes.
Además, la infraestructura hidroeléctrica, uno de los pilares económicos de Bután, está en peligro.
«Bután sigue siendo desproporcionadamente vulnerable al cambio climático, sin tener culpa alguna», afirma Karma Dupchu, director del Centro Nacional de Hidrología y Meteorología.
Su agencia advierte de que un aumento de la temperatura de hasta 2,8 °C para 2100 podría desencadenar catastróficas inundaciones por el repentino desbordamiento de lagos glaciares (Glof, en inglés).
Bután cuenta con más de esos 560 lagos glaciares y, en los últimos setenta años, ya se han producido dieciocho glof que han causado pérdidas humanas y daños materiales.
Prepararse para el futuro requiere dinero que Bután no tiene.
«Los costes de la adaptación y la mitigación son extremadamente elevados», afirma el ministro de Finanzas desde enero de 2024, Lyonpo Lekey Dorji. Se prevé que el Plan Nacional de Adaptación al cambio climático del país cueste cerca de 14.000 millones de dólares.
A pesar de los recursos limitados, Bután no se queda de brazos cruzados. Durante los desastres naturales, tiene la capacidad de movilizar a cerca de cincuenta mil voluntarios capacitados en diferentes áreas, conocidos como desuups o «guardianes de la paz».
Pero para lograr una resiliencia a largo plazo, se necesita más inversión en sistemas de alerta temprana, en agricultura resistente al clima y en energía fuera de la red para las cuatro mil familias rurales que aún carecen de electricidad.
Entre la migración y la atención plena
La crisis climática es solo una parte de la historia. Bután también se enfrenta a una crisis demográfica «existencial», impulsada por una ola de emigración. Más de doce mil personas han emigrado a Australia desde la pandemia de la covid-19, muchas de ellas jóvenes, con estudios y dominio del inglés.
«En total, unos treinta mil butaneses en edad de trabajar han emigrado en las últimas dos décadas» afirma el ministro de Finanzas.
Para contrarrestar esta fuga de cerebros, el quinto rey de Bután, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, ha presentado una ambiciosa solución: la Gelephu Mindfulness City (GMC), una zona económica futurista basada en los valores butaneses.
«Es un nuevo Bután con normas diferentes al resto del país y un nuevo modelo de desarrollo económico sólido», afirma Rabsel Dorji, responsable de comunicación del proyecto.
Añade que «su objetivo es atraer y retener a la población en edad de trabajar ofreciendo puestos de trabajo bien remunerados y creando un lugar donde el desarrollo y la riqueza puedan coexistir con la tradición y los valores sagrados».
Hay mucho en juego. «Si el GMC tiene éxito», afirma Rabssel Dorji, «podrá demostrar al mundo que es posible crear una ciudad sin desplazar a la naturaleza ni a las personas que ya viven allí».
La cultura como estrategia climática
A pesar de que Bután busca modernizarse, su cultura sigue siendo su forma más poderosa de resiliencia. En Timbu, se han rechazado los semáforos en favor de los gestos con las manos de los policías, que llevan guantes blancos.
La vestimenta tradicional —kira para las mujeres y gho para los hombres— no es un traje típico, sino la ropa que se usa a diario. Banderas de oración de colores vivos ondean con la brisa de la montaña. Las cumbres sagradas nunca se escalan.
«La naturaleza no es algo que se deba conquistar, sino algo que se debe respetar», afirma Kinley Dorji, periodista y editor del Druk Journal. «Hacemos hincapié en la preservación de nuestra cultura —la arquitectura y las artes, los valores espirituales y el código de vestimenta— para ser diferentes y parecer diferentes», añade.
Cuando Bután pasó a la democracia en 2008, tras un siglo de monarquía, fue por decreto real, no por una revolución o un movimiento popular.
La tasa de alfabetización supera ahora noventa por ciento. La asistencia sanitaria es gratuita. Y a pesar de su limitado poder militar y económico, la identidad espiritual y ecológica de Bután sigue siendo una fuente de fortaleza.
«En ausencia de poderío militar y fuerza económica… nuestra identidad única es nuestra fuerza», afirma Kinley Dorji. «Puede que el butanés medio no haya viajado mucho, pero sabe lo que importa. La gente se mostraba escéptica ante la democracia, ya que pensaba que traería corrupción y violencia», recuerda.
Energía hidroeléctrica y esperanza
La naturaleza no solo sustenta a Bután, sino que también impulsa su economía. La energía hidroeléctrica, vendida principalmente a India, su vecino al sur, genera 14 por ciento del PIB y más de una cuarta parte de los ingresos del gobierno.
Para que el turismo sea más sostenible después de la covid, Bután reabrió sus fronteras con una tasa de desarrollo sostenible revisada: 100 dólares por noche para los turistas extranjeros, salvo para los ciudadanos indios, que solo pagan 1200 rupias (14 dólares) por noche.
Aun así, los lugares sagrados siguen estando prohibidos. «Las montañas son el hogar de las deidades», recuerda Kinley Dorji.
Una historia global de supervivencia local
En Bután, el cambio climático no es una amenaza futura, es una realidad presente. Pero también es un argumento ético a favor de la responsabilidad global.
A diferencia del urgente llamamiento a la acción de activistas internacionales como la sueca Greta Thunberg, los jóvenes butaneses no protestan en las calles. Su tranquila conciencia heredada, combinada con una política gubernamental progresista, ha arraigado la justicia climática intergeneracional en la identidad nacional.
Pero sin una inversión internacional significativa, el futuro de Bután sigue siendo tan frágil como sus lagos glaciales.
«Estoy llena de deseos por cosas», reconoce la vendedora Tshering Lhamo, «pero también sé que si voy tras ellas, me destruirán».
Bután se encuentra en una encrucijada entre la supervivencia y el sacrificio, la tradición y la transformación. Su modelo no es perfecto, pero ofrece al mundo algo poco común: una visión del desarrollo que no cuesta al planeta Tierra.