De la estirpe de Aute, Krahe, Perales, MariTrini, Serrat (de quien se considera su mejor versión) y, por supuesto, de Juan Bautista Humet, en cuyo homenaje participó este verano en su tierra natal de Navarrés (Valencia), llega de nuevo a los escenarios madrileños Juan Antonio Ordóñez (Madrid 1964), quien a sus casi sesenta años, no quiere -no debe- abandonar esta faceta suya de cantautor que tantas alegrías y  tantos buenos amigos le ha dado.

Y ello a pesar de los daños que causó la pandemia en los ambientes cantautores, esos sitios donde siempre hay un micrófono abierto, sobre todo en Madrid, como este de Libertad 8, que es el templo de la música de autor desde hace 56 años y donde ahora nos encontramos.

Canciones del siglo pasado que todavía respiran en la voz de Juan Antonio Ordóñez (‘Yo canté al último tren’, ‘Todo ocurrió en el 64’), junto a otras muy recientes y que espera vuelen muy lejos, como la titulada ‘Este otoño’, en la que el compositor jura vivir ese período de los cincuenta que aún le queda hasta cumplir los sesenta, no como el otoño que ve llegar sino como una eterna primavera. 

Fue una de las canciones que interpretó anoche en Libertad 8 y que todos los allí presentes coreamos, porque esa sala mítica que sólo con nombrarla hace que se iluminen los ojos de tantos, llena de añoranza al que allí entra y Ordóñez, cercano ya a los sesenta, quiere aprovechar al máximo ese escaso tiempo de cincuentón que aún le queda. ¿Lo conseguirá?

No interpretó ayer Ordóñez todo lo que llevaba preparado porque, amén de ser mucho, tuvo la hidalguía de subir al escenario a jóvenes triunfadores (Jéssica Menéndez al piano, en dúo con la guitarra que él maneja), Clara Ballesteros (cantautora) y sobre todo a Javier Cuenca, compositor al que excepcionalmente produce Ordóñez, y que nos entregó en primicia el single de su próximo disco (Notas al margen), acompañado al piano por Carolina Loureiro, ambos invidentes, ambos geniales. Así la noche se llenó de extraordinaria variedad creativa. 

Y todavía hubo tiempo para que acabáramos todos cantando a coro con el protagonista, como broche de honor a su velada, Aquellas pequeñas cosas, en honor a su admirado Serrat, ‘esas pequeñas cosas que hacen que lloremos cuando nadie nos ve’.

Con tanta añoranza y buenos recuerdos, la velada se había prolongado durante más de dos horas, pero no habían sido perdidas, al contrario, pues salimos de allí renovados.

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