Paula Maddox
¿Cómo amanece la ciudad de Madrid en un día como hoy?
Son las once de la mañana, llego a Atocha y me dispongo a caminar por la Avenida de Barcelona. En el ambiente se nota que hoy es un día especial: la gente en la calle es escasa, y los pocos que hay, van andando cabizbajos y con la mirada perdida.
Veo a un hombre mayor con sus nietos en un parque, frente a las vías del tren. Los niños le están diciendo: mira abuelo, un tren… otro tren… otro tren… El señor les mira con nostalgia y alegría. Me acerco a él y le pregunto: Perdone ¿es aquí donde…?
“Sí hija, aquí ocurrió la tragedia”, me responde, sin hacer falta que mencionemos el tema.
Le doy las gracias y continuo andando. Veo en sus nietos la ilusión de unos niños emocionados con los trenes que pasan y creo que es una escena demasiado bonita como para romper la magia.
El 11 de marzo de 2004 marcó un antes y un después en la historia de España. En la mañana de ese día, diez bombas estallaron en cuatro trenes de cercanías de Madrid, en las estaciones de Santa Eugenia, El Pozo, Atocha y junto a la calle Téllez, dejando 192 muertos y más de dos mil heridos.
Dieciséis años después, ese día sigue recordándose con dolor, rabia y nostalgia.
Ese día Madrid se volvió un poco más frío, un poco más triste, un poco más muerto. 192 vidas que se despertaban esa mañana de jueves para ir a trabajar, a la Universidad o al centro de Madrid, murieron en el que es considerado el peor atentado de la historia de España.
“En el colegio, los profesores estaban con la radio puesta en clase. Muchos niños llorábamos porque no sabíamos qué estaba pasando: solo que nuestros padres iban en Renfe a trabajar y teníamos miedo de que no volvieran a recogernos”, confiesa Elena, una joven madrileña.
Continúo deambulando siguiendo las vías del tren y entro en un bar, en la calle Téllez, preguntando dónde está la placa que hace honor a las víctimas de aquella horrible tragedia.
“Tienes que seguir la calle, un poco más abajo” me dice un hombre. Es del barrio de toda la vida y sabe bien lo que pasó ese día. “Yo perdí a mi cuñada en el atentado y vi de primera mano todo lo que sucedió…” me dice. Noto resquemor en sus palabras, como si algo dentro de él siguiera ardiendo.
“Han pasado dieciséis años, pero yo no olvido ese día. Uno piensa que nunca le va a pasar, pero cuando menos te lo esperas te pasa», me confiesa. «Los familiares que perdimos a alguien ahí, seguimos queriendo saber la verdad. Queremos que se haga justicia”, sigue contándome. Está convencido de que aquellos hombres a los que arrestaron como culpables de los atentados solo eran cabezas de turco y que los verdaderos culpables están en la calle.
“Saber la verdad no va a hacer que nuestro dolor desaparezca, pero sí que nos ayudaría a honrar a nuestros familiares como es debido”. La ciudad de Madrid se lo merece.
Al salir del bar me encuentro a tres chicas sentadas en la terraza. Ellas son Alicia, Marta y Ana, tienen diecinueve años y apenas contaban tres cuando sucedió todo aquello.
Ellas no lo vivieron, pero sí vivieron las posteriores consecuencias. “A día de hoy, aunque hayan pasado tantos años, si vemos una mochila o una maleta olvidada en alguna estación, nos da miedo”. De hecho, incluso sus padres, que sí que vivieron aquellos fatídicos días, les aconsejan que tengan cuidado cuando se suben a un tren. “Si ya pasó una vez, ¿por qué no iba a suceder de nuevo?”, me dice una de ellas.
Además, en el colegio Virgen de Atocha, donde han ido toda la vida, cada año se hace una misa especial para recordar aquel día. “Cuando éramos pequeñas, el director hacía una misa y después los profesores nos contaban qué había sucedido el 11 de marzo de 2004 y cómo lo habían vivido”. Nadie quiere que ese día quede en el olvido.
Reparación, memoria y paz
Por último, llego a la pequeña placa conmemorativa situada al final de la calle Téllez. Allí, sin ninguna esperanza de encontrarme a nadie debido a que los actos oficiales de este año han sido cancelados como medidas de seguridad frente al Coronavirus, acabo conociendo a Eulogio Paz Fernández, quien resulta ser el actual presidente de la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo y a José Zafra, víctima del atentado.
“Aunque los actos oficiles se hayan suspendido, hemos querido venir aquí a rendir un pequeño homenaje”, me confiesan.
“Desde la Asociación trabajamos constantemente para que lo que sucedió no caiga en el olvido y, en especial, para que todas aquellas víctimas sigan estando reconocidas”, me explica, emocionado, Eulogio.
El olvido es la peor de las muertes y, mientras sigan recordándose, seguirán vivos. Por ello, desde la Asociación que preside Eulogio también trabajan por darle un lugar a las víctimas. “Queremos hacer obras para adecentar esta pequeña zona donde está la placa. Para que no esté en medio de arbustos y la gente pueda venir a dejar flores”.
Otra de las tareas principales de la Asociación 11-M es el cuidado de las víctimas no mortales en relación a sus necesidades médicas, psicológicas, sociales y jurídicas. “Tanto las secuelas psíquicas (traumas, depresiones, pérdidas de memoria…) como físicas (prótesis, sorderas, discapacidades…) de las víctimas son temas primordiales para nosotros”, explica Eulogio.
“Por no hablar de los familiares de todas aquellas víctimas, que también han necesitado y siguen necesitando apoyo”, sentencia.
Nadie volvió a ser igual tras aquel día. Miles de ciudadanos, policias y sanitarios se volcaron en curar y rescatar a todas aquellas personas que lo necesitaron. Al día siguiente de la tragedia, más de once millones de personas llenaron las calles del país para plantar cara al terrorismo y mostrar todo su apoyo con las víctimas.
Dicen que el tiempo todo lo cura, pero Madrid no olvida. Esta herida, como cualquier otra, aunque ya no tan visible, en días como este sigue estando muy presente.