Enrique Castillo Alba
Entre los años 1898-1899 se desarrolló el mayor asedio de la historia militar moderna en la población de Baler (Filipinas). Más de medio centenar de españoles llegaron, en febrero de 1898, a aquel lejano lugar para defender el último reducto del Imperio de ultramar. En ese contingente iba el jiennense Felipe Castillo Castillo; un soldado de remplazo que fue destinado a Filipinas para hacer el servicio militar.
Él nunca podría haber imaginado lo que viviría en aquel lejano pueblo de la isla de Luzón. Durante 337 días estuvo asediado junto a sus compañeros, por los insurgentes filipinos, que tenían como objetivo eliminarlos.
El asedio comenzó el 30 de junio de 1898 y finalizó el 2 de junio de 1899 con la capitulación de los 33 supervivientes de Baler, que pasaron a la historia como Los Últimos de Filipinas. Se atrincheraron en la iglesia del pueblo por ser la edificación más resistente del lugar. Sus anchos cerramientos de adobe, con un metro de espesor, lo hacían persistentes a los continuos huracanes, tormentas y vientos de la zona. Su construcción fue debida a que un tsunami había destruido totalmente el pueblo. Por tal motivo se levantó aquella resistente construcción para protegerse. Las viviendas del pueblo de Baler eran de madera, caña y nipa, muy vulnerables a las inclemencias meteorológicas.
El destacamento del Batallón de Cazadores Expedicionarios número dos fue destinado desde Manila a Baler para defender aquel puesto. El acopio de víveres era suficiente para el tiempo previsto que iban a permanecer allí, hasta que fuesen relevados. Pero el progresivo avance de los revolucionarios katipuneros hizo romper con todos los pronósticos y, fueron ellos los que tuvieron que defender el puesto durante once largos meses, en unas condiciones infrahumanas.
Tenían armamento y munición suficiente para enfrentarse a los insurrectos filipinos. Prepararon la iglesia para los ataques, tapando puertas y ventanas con sacos de tierra. Construyeron un pozo en el patio de la iglesia, donde brotó agua a unos cuatro metros. También un horno para cocer pan y unas letrinas para sus necesidades fisiológicas. Todo estaba dispuesto para combatir durante algún tiempo. Sin embargo comenzaron las enfermedades. El aire en el interior de la iglesia era irrespirable. La comida almacenada comenzó a ponerse en mal estado. La elevada temperatura y la gran humedad en el lugar descomponían los alimentos almacenados. En septiembre de 1898 comenzaron a fallecer por beriberi y a desechar comida en muy mal estado. Aún quedaban nueve meses de riguroso asedio. Comieron hierba, ratas, culebras, gusanos, caracoles… todo era ingerido por aquellos hambrientos héroes.
El médico del destacamento instaló su hospital en la sacristía donde atendía a los heridos en combate y a los que padecían del beriberi; enfermedad producida por la carencia de vitamina B1, la tiamina, era mortal, pero tampoco acabó con ellos. Pocos fueron los que no sufrieron el beriberi en su fase inicial. El médico descubrió que la enfermedad remitía ingiriendo alimentos frescos. De ahí que se arrastraban por las trincheras buscando alguna hierba fresca.
Aquella iglesia sirvió de cárcel, hospital, cementerio y los protegió de todos los ataques enemigos. Hicieron trincheras alrededor del templo, por donde se trasladaban desde los accesos principales de la iglesia ocupando distintos lugares de defensa. Desde el campanario había un gran ángulo de visión para vigilar al enemigo y desde las ventanas superiores controlaban todos los movimientos de los insurrectos. Abrieron aspilleras por distintos lugares del templo para vigilar y defenderse de los continuos ataques enemigos. Aquella iglesia se había convertido en un fortín.
Dos fallecieron en combate, quince por enfermedad y dos fueron encarcelados durante varios meses, por intento de deserción, siendo fusilados el día de la capitulación. Los diecinueve fallecidos se enterraron en el templo y, en 1904, fueron exhumados y trasladados a España. Los restos de los dos desertores permanecen aún allí.
Durante 337 días se defendieron día y noche de todos los ataques filipinos. Venían parlamentarios a comunicarle que aquellas tierras ya no eran españolas, pero no se lo creían. Siempre había algún argumento para convencerse de que aquellos intermediarios no decían la verdad. El 10 de diciembre de 1898 se firmó el Tratado de París por el que España vendía Filipinas, Cuba, Puerto Rico y otras islas a los americanos, por veinte millones de dólares. Sin embargo, Felipe Castillo y sus compañeros de asedio siguieron resistiendo en la iglesia de Baler durante siete meses más.
Los combates no cesaban, la falta de comida y las enfermedades los iban reduciendo. Cada día estaban más débiles y tenían menos efectivos para la defensa de Baler. Pero su resistencia y su bandera los hacía fuertes. Con aquellas extremas condiciones llegaron hasta junio de 1899, capitulando con una serie de condiciones.
Días después, Aguinaldo, jefe de los insurrectos y presidente de la República Filipina, redactó su famoso Decreto en el que ensalzaba a los españoles por su valor, constancia y heroísmo, diciendo: Aquellos hombres, aislados y sin esperanza de auxilio alguno habían defendido su bandera por espacio de un año en una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo. En su artículo único, continuaba: Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino por el contrario como amigos y en consecuencia se les proveerá por la Capitanía General los pases necesarios para que puedan regresar a su país.
Un mes tardaron aquellos héroes en regresar a Manila desde Baler. Algunos llegaron a la ciudad amurallada muy enfermos y tuvieron que ser hospitalizados durante un tiempo. Felipe Castillo fue uno de ellos; durante veinte días estuvo convaleciente por su debilidad y unas hemorragias intestinales. En Manila fueron muy bien recibidos y les entregaron distintos regalos y medallas. El 15 de julio de 1899 fueron invitados al Casino de España para degustar un excelente menú. El 29 de julio embarcaron en el puerto de Manila con destino a España.
El 1 de septiembre de 1899 llegaban al puerto de Barcelona los 33 héroes de Baler, entre ellos, mi bisabuelo Felipe Castillo Castillo. En septiembre de 1899, la reina regente, María Cristina, le otorgó dos cruces de plata del Mérito Militar con distintivo rojo, pensionadas mensualmente con 7,5 pesetas cada una. En marzo de 1908, el rey Alfonso XIII, le otorgó otra pensión mensual vitalicia de 60 pesetas. En 1945, el general Franco, le nombró teniente honorífico del ejército de tierra por la gesta de Baler.
Falleció el 24 de julio de 1964 en la pedanía de La Carrasca de Martos, siendo el más longevo de los 33. Yo era un niño en esa fecha, pero recuerdo como deliraba en su lecho de muerte y hablaba de Baler y de personajes del asedio. Desde entonces me interesé por lo que había ocurrido en aquel lugar. Fueron muchos los interrogatorios a mis abuelos, tíos abuelos y todas las personas vinculadas con Felipe.
Él regresó a casa con las secuelas de la guerra y poco hablaba de ella. Siguió cultivando la tierra y alimentando a su ganado mientras formaba su familia. El héroe de Baler era desconocido y han tenido que transcurrir más de 120 años del hecho histórico, para poderlos rescatar del olvido, gracias a los distintos y variados homenajes rendidos por toda la geografía nacional; así como también a los reportajes y escritos publicados.
Mi aportación «33 héroes en dos lugares de un eje» es uno de ellos. En los últimos años se le han rendido varios homenajes a los 33 héroes de Baler, en los pueblos y ciudades de donde eran originarios y concretamente en Martos y Castillo de Locubín a Felipe Castillo Castillo. En próximas fechas el pueblo de Castillo de Locubín se hermanará con Baler para mantener cordiales relaciones de Amistad y Fraternidad, apoyando aquella Ley 2131 de 2003, aprobada en el Congreso, el Senado y la Presidencia de la República de Filipinas, en memoria de los hechos acontecidos en la iglesia de Baler.
No hay parangón en la historia militar moderna. Esta hazaña es universal y entrañable por diferentes motivos: Por cómo se desarrolló el asedio en sí, tan prolongado y en unas condiciones extremas de supervivencia. Por la decisión que toma el enemigo días después de la capitulación y que consistió en considerarlos como amigos y proporcionarles los salvoconductos para poder regresar a España. Y el tercer elemento que convierte esta historia en única es que transcurridos cien años, un senador filipino propone y se aprueba una Ley para celebrar un Día Hispano-Filipina de Amistad entre los dos países.
Desde el 2003, cada año, el 30 de junio, se celebra en la provincia de Aurora, de la isla de Luzón, ese día de amistad entre los dos pueblos. Tuve el placer de asistir a esa festividad en el 2019, invitado por el gobierno filipino. Fueron inenarrables los sentimientos, emociones y experiencias vividas en Baler. Habían transcurrido 120 años desde que Felipe abandonó aquel pueblo y su iglesia para dirigirse a Manila. En aquel lugar quedaron muchos sufrimientos, sentimientos y emociones. Y allí regresaba un descendiente de Felipe para conocer el lugar. Todavía rezumaban y estaban impregnadas las paredes del templo de aquellos momentos terroríficos que había vivido mi bisabuelo en otra época.