En todas partes cuecen habas y, siguiendo el razonamiento, el cine malo español no es el único, ni tampoco el peor. «El club de los divorciados» (Divorce club), la última comedía francesa tipo hortera, plagada de topicazos sobre el final de muchas parejas y el desmadre en que incurren los maridos, convertidos en nuevos solteros, está dirigida por Michaël Youn («Vive la France», «El chef») y llega avalada por un verano de recaudación millonaria en Francia, lo que no quiere decir gran cosa (aquí el exitazo del estío pandémico ha sido la última de Santiago Segura).
Cuando se entera de que su mujer le engaña y después del amargo trago del divorcio –que, recuerdo, según algunas escuelas de piscología ocupa el primer lugar en el ranking de traumas existenciales- un tipo bastante simple llamado Ben (Arnaud Ducret, «Historias de una indecisa», «Familia a la fuerza») busca consuelo en un antiguo amigo, Patrick (François-Xavier Demaison, «Normandia al desnudo», «El papel de sus vidas»), que se ha hecho millonario gracias a la informática, y ha convertido su villa es una especie de casa de citas para divorciados.
En la línea de tantas comedias llegadas al paso de los años desde Hollywood, en torno a las peripecias de amiguetes que se reencuentran pasado un tiempo y deciden unir sus infortunios, el guión se permite hacer bromas sobre la virilidad, las mujeres en general y la supuesta ingenuidad de los hombres, todo muy antiguo, mil veces visto y… ya va siendo hora de que algunos guionistas (y realizadores, claro) se cambien el chip y caminen al paso del siglo veintiuno, que por cierto lleva camino de cambiar el drama en tragedia.
Farsa vulgar que afortunadamente no figurará en ninguna historia del cine, «enésima variación sobre unos adultos con delirios regresivos para intentar olvidar que a veces el amor duele», «El club de los divorciados» es una película con la única ambición de que el espectador «pase el rato», y si además se ríe con los malos tragos y las meteduras de pata del protagonista, pues mejor.