Maestras y maestros con doble mención, cursos online y presenciales, másteres de pedagogía terapéutica, formación en inteligencia emocional, gamificación, inglés, TIC, educación ambiental… y, aun así, sin plaza, sin estabilidad y sin certezas.
La formación del profesorado parece un camino sin meta: una carrera de fondo en la que siempre hay que estar corriendo ¿Formarse por vocación o por obligación? ¿Saber más o puntuar más?
Con este artículo pretendo abrir un espacio para la reflexión desde la experiencia de muchas personas que, como tú y como yo, se preguntan si realmente merece la pena todo este esfuerzo sin un futuro laboral claro.
La trampa de la formación constante:
Entre el deseo de mejorar y la presión por puntuar
La vocación de enseñar viene muchas veces acompañada del deseo de seguir aprendiendo. Sin embargo, el sistema actual está convirtiendo ese deseo en una exigencia permanente.
Cada año se ofertan cientos de cursos, menciones, certificaciones y formaciones que prometen «aumentar tu empleabilidad». Pero la realidad es que el acceso a un puesto docente no se basa únicamente en la formación: también necesitas experiencia, puntos, contactos y mucha, muchísima paciencia.
Muchos docentes jóvenes dedican años a encadenar títulos con la esperanza de entrar en listas, conseguir una vacante o mejorar su posición en oposiciones.
Mientras tanto, no cotizan, no trabajan en el aula y no generan experiencia, porque están ocupados formándose… para un trabajo que aún no llega.
Esta formación sin fin, sumada a la falta de claridad laboral, también repercute directamente en el bienestar emocional del profesorado.
Un círculo sin salida
La paradoja se vuelve más evidente cuando llegas a una entrevista de colegio o concertado y te dicen: «Nos encanta tu perfil, pero buscamos a alguien con experiencia».
Y tú piensas: «¿Cómo voy a tener experiencia si he estado formándome para cumplir todos los requisitos que pedís?» Esto, genera una especie de laberinto profesional que, lejos de motivar, desorienta.
Además, en algunas comunidades autónomas, como la Comunidad de Madrid, el sistema de oposiciones y bolsas exige que el aspirante tenga varias menciones, idiomas y especializaciones… y aun así, cada año quedan fuera miles de docentes con currículum brillante.
Quienes siguen en este camino lo hacen por convicción y amor a la enseñanza. Pero también lo hacen con un grado alto de frustración, desgaste emocional y precariedad laboral.
La sensación de que todo es poco, de que nunca es suficiente, cala hondo: «si tengo dos menciones, debería tener tres; si tengo inglés, debería tener francés; si he hecho cursos, debería hacer más».
Y al final, el acceso a una plaza estable se convierte en una carrera de obstáculos, no de méritos reales.
¿Qué futuro se ofrece a los nuevos docentes?
En un momento donde la educación necesita innovación, vocación y compromiso, el sistema parece empujar a los nuevos profesionales hacia la incertidumbre y el agotamiento.
No existe una visión clara sobre el tipo de maestro que se quiere formar ni de cómo valorar realmente su preparación, así como tampoco se entiende por qué se exige tanto sin garantizar luego un empleo digno.
Formarse está bien, pero trabajar también. No todo debe ser teoría, títulos y certificados. También necesitamos oportunidades reales de entrar al aula, equivocarse, mejorar y crecer profesionalmente desde la práctica.
Si queremos una escuela de calidad, necesitamos cuidar a quienes la sostienen y eso empieza por ofrecer trayectorias laborales claras, accesibles y humanas para los nuevos docentes.