Daniel Defoe publicó en 1722 su exhaustivo Diario del Año de la Peste, meses después de que Inglaterra se alarmara de nuevo por las noticias de un brote surgido en Marsella tras la peste de Londres de 1665, sobre el que recordaba algo que puede ser premonitorio del COVID-19: « No fue el menor de nuestros infortunios que, una vez superada la epidemia, no terminara el espíritu de rencillas y discordias, de difamación y de reproches, que para decir verdad ya había sido el gran perturbador de la nación». .

Daniel Defoe (1660-1731)

Más conocido por ser el autor de Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1660-1731) presentó su Diario del Año de la Peste como obra de ficción. En realidad, es periodismo retrospectivo. Su actualidad resulta hoy chocante. Defoe, como un gran reportero, no olvidó nada: datos médicos, detalles del ánimo social, medidas de las autoridades, impacto económico, rumores y conmoción social. Además de la archicitada La Peste de Albert Camus, Mercedes Arancibia se ha referido a otros referentes literarios como El amor en los tiempos del cólera (Gabriel García Márquez), Ensayo sobre la ceguera (José Saramago), Edipo rey (Sófocles), El Decamerón (Boccacio), La peste escarlata ( Jack London), Apocalipsis (Stephen King), El húsar en el tejado (Jean Giono), Némesis (Philip Roth) y La cuarentena (Jean-Marie Gustave Le Clézio). Todos nos hablan de situaciones de pandemia. Defoe lo hace también pero poniendo del revés el esquema de la ficción. Su pluma la convierte factual. Y su modernidad nos apabulla.

¿Del siglo diecisiete o del siglo veintiuno?

El gran relato (cientos de páginas) rememora la peste bubónica que se apoderó de Londres a principios del año 1665 y que no empezó a declinar de verdad hasta el otoño. Entretanto, antes y después de la peste, aumentó el número de individuos dispuestos a creer cualquier mentira o rumor absurdo. “Fueron tantos los magos y la gente interesada en propagarlos…”, advierte Defoe. Y añade: “La gente era muy dada a profecías y a cálculos astrológicos, a sueños y cuentos de viejas, más de lo que nunca había sido ni de lo que fue más adelante”.

Grabado de la época sobre la Gran Peste de Londres de 1665

Otras  similitudes con la pandemia actual tienen que ver con las medidas adoptadas: con el confinamiento y la cuarentena. Fueron de aplicación generalizada en aquel Londres apestado del siglo diecisiete. Eran medidas inventadas en la Edad Media en la ciudad dálmata de Ragusa (hoy Dubrovnik, en Croacia). En Londres, según Defoe, el método del confinamiento ya se había usado durante una peste anterior (en 1603).

Las casas en las que se constataba la presencia de afectados, fueron cerradas de manera implacable dejando a los enfermos (o potenciales enfermos) dentro, incluyendo familiares, invitados, criados o inquilinos sin síntomas. Empleados municipales debían vigilar que no salieran y se encargaban de hacerles la compra o de llevarles ayuda pública. Naturalmente, los ya afectados solían contaminar a las demás personas que estaban recluidas en el mismo inmueble.

Muchos comercios estaban cerrados, también las tabernas. Caminos de salida y viajes quedaron muy limitados, excepto para suministros de la ciudad. Algunas familias pedían salvoconductos para salir de Londres con diversos pretextos, utilizaban sus influencias o escapaban como podían. De modo que no pocos londinenses trataron de esquivar la epidemia (y la normativa, como hoy) y eso llevó la peste a otros puntos de la geografía inglesa.

Antes, Defoe describe la progresión de la epidemia mediante el detalle de las defunciones en las distintas «parroquias contaminadas» de Londres y en las afueras de la ciudad (entonces conocidas como liberties). Lo compara con las estadísticas de fallecidos habituales en esas mismas fechas del año anterior. Denuncia la distorsión intencionada de algunos listados. Algunas autoridades de los barrios falseaban la causa de un cierto número de muertes.

Un ejemplo: «En la parroquia de St. Giles habían enterrado a cuarenta en total, la mayoría de los cuales era seguro que habían muertos apestados, a pesar de que en la lista [*de un día concreto] la causa de su muerte se atribuía a otros males». Y recuerda cómo en un determinado momento «las listas volvieron a decrecer, la ciudad recuperó su salubridad y todo el mundo empezó a considerar que el peligro había pasado». En realidad no fue así. Hubo un rebrote en otoño.

Lunáticos en alza

Los carros que transportaban los muertos a los cementerios circulaban a horas tardías para no desanimar a los ciudadanos. Muchos perdieron la cabeza o tuvieron comportamientos lunáticos. «Los unos oían voces que les incitaban a partir, pues habría tal peste en Londres que no habría suficientes vivos para enterrar a los muertos. Otros veían apariciones en el aire; y permítaseme decir de unos y de otros (Defoe dixit), sin faltar a la caridad, oían voces que nunca habían sonado, y veían visiones que nunca habían aparecido».

Defoe refiere que había “extraños relatos que tales gentes hacían cada día acerca de lo que habían visto; y todos estaban tan seguros de haber visto lo que decían, que no había modo de llevarles la contraria sin perder las amistades y sin ser considerado descortés, cuando no impío recalcitrante». No hubo represión, ni prohibición alguna, de esas mentiras y delirios porque {el Gobierno no quería exasperar más a la gente que, por decirlo así, ya había perdido la cabeza».

Hubo muchos médicos y ayudantes víctimas del mal, y profesiones como los carniceros o los enterradores, que sufrieron numerosas bajas por seguir ejerciendo sus oficios. La sociedad de entonces lo reconoció con diversos gestos. Pero también hubo embaucadores y fraudes relacionados con la peste. Había anuncios en muchas esquinas «de médicos y de personas ignorantes diciendo verdaderas barbaridades acerca de la medicina», señala el autor. Para limitar lo anterior, cita ejemplos de comportamiento solidario y de buen entendimiento entre creyentes de iglesias y sectas distintas. Las querellas religiosas de entonces ocupaban buena parte del espacio que ocupa hoy la pequeña política.

Aquel ‘estado de alarma’ en Londres

Es notable leer las ordenanzas especiales (o normativa del estado de alarma sanitario del Londres de entonces), donde los distintos capítulos precisan las funciones de los inspectores habilitados por las distintas parroquias, la misión de los guardianes de los apestados, «de los cirujanos» y personas encargadas de diagnosticar la causa de las muertes, la asistencia a los enfermos en general. Cómo «notificar el mal» para clausurar las casas, la desinfección de lugares y objetos, los entierros (sin permitir la aglomeración de gente).

Los carros que transportaban los cadáveres recogidos en casas y calles se anunciaban mediante una campana.

Las casas afectadas tenían una señalización callejera, además de estar vigiladas día y noche. Estaba prevista la desinfección del transporte y de los carruajes, así como la limpieza de las calles, el tratamiento de la basura, la prohibición de espectáculos y de banquetes. Aumentó la miseria, a pesar de algunas disposiciones de la ciudad para socorrer a los más necesitados: «La mayor parte de los pobres, o de las familias que antes vivían de su trabajo o de pequeños comercios, entonces tenían que vivir de limosna» escribe Defoe.

Se consideraba la embriaguez «como un grave pecado de nuestro tiempo y como causa principal de la propagación de la peste», pero las tabernas siguieron abiertas con algunas restricciones y bajo amenaza de penas para los incumplidores. Había robos de casas y almacenes abandonados por quienes habían huido de la ciudad.

Familias enteras se refugiaron en barcos atracados en el Támesis, pero la peste terminó alcanzándoles al tener que recibir los alimentos desde barcazas. Hubo órdenes para exterminar a los animales domésticos, como perros y gatos. Algunas personas sin síntomas visibles morían de repente. Otros se curaban sin que se supiera bien por qué.

Defoe incluye un largo relato -dentro del gran relato- para referirse a la suerte variada de quienes huyeron sin síntomas llevando la peste a otras poblaciones, donde a veces eran rechazados y atacados. En algunos casos, llevaban consigo certificados de salud firmados por las autoridades de las localidades por las que pasaban. Éstas expedían esos certificados para que no permanecieran allí y siguieran adelante en busca de otros lugares de acogida.

«La violencia de la epidemia era muy grande en ciertos momentos, y la gente enfermaba y moría con gran rapidez, así que era imposible, y la verdad es que no hubiera servido de nada, ir de un lado a otro preguntando quién estaba enfermo y quien sano, ni clausurar casas con el rigor que se requería», afirma el autor.

Hubo dos hospitales especiales para apestados, en Old Street y en Westminster. Defoe alaba la actitud general de las autoridades porque durante el período de la epidemia «siempre hubo gran abundancia de víveres y los precios no sufrieron aumentos apreciables», afirma, y «ningún cadáver quedó insepulto». Nunca faltó el pan «y tan barato como antes» (sic). Afirma que el Lord Alcalde, Sir John Lawrence, y los sheriffs nunca abandonaron la ciudad y trataron de evitar el caos.

Origen de la peste de Londres

Sobre el origen de la peste de Londres de 1665, se dice lo siguiente: «la primera muerte de peste se produjo alrededor del 20 de diciembre de 1664 (…) y la primera persona contrajo la infección (…) por un fardo de sedas importado de Holanda». Las sedas provenían de Italia y Oriente, se dice. En la época, se hicieron preguntas por el período en el que la peste había incubado en muchos londinenses sin que lo percibiera nadie. Y al principio, algunos barrios creían que nunca desbordaría las zonas de la ciudad en las que (inicialmente) empezó a haber casos sueltos.

Después, «todas las naciones comerciantes de Europa tenían miedo de nosotros; ningún puerto de Francia, Holanda, España o Italia admitía nuestros barcos, ni quería tener tratos con nosotros». Tras el verano, hubo un descenso de las listas de muertos y muchos regresaron a la ciudad. Otros, relajaron sus precauciones, con lo que el otoño atizó un rebrote de la peste en Londres. «Algunos pagaron su audacia temeraria con sus propias vidas», se dice en el texto. Daniel Defoe visitó los lugares que sirvieron de camposantos improvisados durante el período peor de la peste. Muchos de ellos habían desparecido después. Y con ellos, buena parte de la memoria de la propia ciudad de Londres que –al año siguiente- sufrió el mayor incendio de su historia.

La llamada Gran Peste que asoló Londres, y otros lugares cercanos de Inglaterra, se prolongó desde principios de 1665 hasta parte del año siguiente. Los archivos municipales registraron la cifra de 68.596 fallecidos por la epidemia. Defoe habla de muchos más, de unas cien mil muertes de apestados. En una ciudad que entonces contaba con unos 460.000 habitantes.

Daniel Defoe afirma que al final de la epidemia desaparecieron pronto, eso sí, los «charlatanes y curanderos, de los que la ciudad estuvo tan llena». Y el gran escritor señala que «dos años después de terminada la peste, apenas vi a ninguno, ni oí hablar de ellos en toda la ciudad». Sea.

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