El jurado internacional de la 72 edición del festival donostiarra ha dado su gran premio Concha de Oro a la mejor película a «Tardes de soledad» del cineasta catalán Albert Serra.
Un documental de creación con un brillante montaje sobre la tauromaquia que representa una arriesgada apuesta, ya que su tema necesariamente polémico iba a provocar crispación y radicalización en el tendido entre adictos a la «fiesta brava» y detractores de tan cruel sacrificio animal.
Al seleccionarlo, José Luis Rebordinos ha reivindicado con razón la necesaria libertad de expresión y la película ha seducido al jurado por su calidad artística.
Aquí va pues mi reflexión sobre esa Concha de oro. Poco importa si tuvo el premio o no, los premios de los festivales se olvidan a menudo, pero la película queda o no queda, el tiempo lo dirá, más allá de nuestras opiniones y emociones controvertidas.
Albert Serra es de esos cineastas que considera el cine como un arte y en consecuencia en toda su filmografía siempre ha buscado provocar y sorprender con nuevas formas de narración artística cinematográfica, aunque no resulten accesibles a un amplio público. Desde «Honor de cavalleria» 2006 a «Pacifiction» en 2022, o ahora este ovni documental artístico taurino inevitablemente polémico.
De su breve filmografía la que más me impresionó es «La muerte de Luis XVI» (2016). No formo parte pues de sus incondicionales admiradores, pero veo con respeto su original contribución a la creación cinematográfica concebida como algo más que un divertimento, lo que es una buena cualidad en este mundo superficial de series televisivas de gran consumo.
Con evidente y legitima pretensión Serra afirmó en San Sebastián que «No se puede juzgar una obra de arte por el tema que trata». Queda por ver sin embargo la calidad de la obra, que ha seducido en todo caso a los seis miembros del jurado internacional en San Sebastián, pero que ha provocado división de opiniones en el público y en la crítica. Hubo también una manifestación antitaurina el día de su proyección, que José Luis Rebordinos, con razón, logró calmar en nombre de la libertad de expresión
Pero vayamos al grano, el documental taurino del catalán Albert Serra es deliberadamente ambiguo en la forma de mostrar lo que para unos es «la fiesta brava» y para otros una insoportable y cruel matanza de un bravo animal.
En sus declaraciones en San Sebastián reconoció Serra su «fascinación por la tauromaquia y su aprecio por el torero», pero reiterando que no pretende tomar posición al respecto, sino tan solo crear un documental artístico.
El montaje de sus reiterativas imágenes con cinco toros que pasan por la cruel suerte de varas, la de banderillas y la de matar, con estocada y descabello, determina sin embargo el punto de vista del autor, así como los diálogos escogidos y la banda sonora que acompañan la película. El único que no tiene suerte es el bravío, al que no le pidieron su opinión para entrar en la arena.
De un punto de vista ético mi empatía y mi solidaridad van para el toro, y no para el que ejecuta su sufrimiento y su muerte. Estoy con los que reclaman la prohibición de ese espectáculo atávico, cruel y cruento, que en otros tiempos fascinó a artistas, cineastas y poetas.
En ciertos países somos mayoría, como en Francia, pero en nuestra querida «piel de toro» como llamaba a la península Salvador Espriu, está enraizada en algunas regiones la afición «por esa fiesta en torno a una tumba», la del toro, como dice la canción de Francis Cabrel.
Serra ha filmado durante largas horas la faena taurina del matador peruano Andrés Roca Rey, de rostro casi infantil muy en boga actualmente, y mediante un largo trabajo de montaje durante siete meses, ha elaborado este documental con momentos escogidos de sus faenas y cinco toros lidiados.
El torero es filmado en un plano fijo en el interior de la camioneta con su cuadrilla, o bien filmado también en los momentos en que se viste y se desviste de su traje de luces, a veces ensangrentado y en donde parece más una bailarina, como diría Cabrel, que «un macho con muchos huevos» como dicen los de su cuadrilla. Frente a él los planos del enorme animal que intenta sobrevivir con fiera mirada, y su agonía hasta su simbólica mutilación y arrastre.
Si miramos las imágenes montadas por Serra, prescindiendo de sus pobres diálogos y de la banda sonora, la interpretación de cada espectador va a depender de su sensibilidad y de sus convicciones personales.
Yo en esas imágenes veo a un toro torturado y enfurecido, acosado por toda la cuadrilla, para prepararlo al torero y luego a la hora de matar. Enfrente la cámara filma de cerca el rostro y las expresiones del diestro, expresiones de miedo, de excitación, o de dolor en una lucha a muerte bestial y desigual.
Sabido es de los profesionales que, con las mismas imágenes documentales o no, el sentido de una película se adquiere en el momento decisivo del montaje, con sus múltiples recursos, ahí donde el orden de los planos, el fuera de campo, la banda sonora, o una voz en off, pueden cambiar completamente el sentido de lo que estamos viendo.
El pretendido valor del torero es cierto, pero a mi juicio relativo, pues ambos no combaten de igual a igual. Los dados están cargados y la suerte está echada, salvo accidente nunca previsible.
La cuadrilla debilita al toro bravo para facilitar la lidia y el toreo, y cuando tras los cambios de tercio llega la hora de matar el fiero animal está casi extenuado, mareado por tanto pase y tanta chicuelina. Aun así, los que más se arriesgan en ese oficio lo pagan a veces con su vida, y eso alimenta la leyenda de la tauromaquia.
No es la primera vez que se filma en el cine una corrida de toros, he visto muchas de ellas y muchas corridas de niño, cuando nos las servían en una sobredosis televisiva y a veces en la plaza, y no salgo corriendo al ver la inutilidad del sacrificio. Solo cuando la tortura del picador era ineficaz, sucedía excepcionalmente el indulto de un toro. Enorme alegría. Duelo injusto y desigual.
La singularidad artística de Serra es la de acercar su cámara a ese antes, durante y después de la muerte, como fascinado por el contraste del negro animal con el rojo de la sangre derramada y por la íntima soledad de su protagonista, con sus ritos, supersticiones y creencias.
Sus imágenes y su montaje cinematográfico cautivan nuestra atención. No comparto sin embargo el punto de vista del autor. Si yo tuviese el talento cinematográfico de Serra, haría un montaje desde el punto de vista del bravío, dándole la palabra al fiero como en la canción de Francis Cabrel sobre esa danza macabra, y lo acompañaría de los versos de Salvador Espriu sobre esa piel de toro «… librada para siempre al martirio…».
Pero quizás en contrapunto, por qué no, con versos sobre Ignacio Sánchez Mejía de García Lorca, fascinado también por ese ancestral combate.