Francisco Brines, Premio Cervantes 2020, falleció a los 89 años este 2021, pero, pocos meses antes, el poeta valenciano era galardonado por una obra, según el jurado del premio, «intimista» y centrada fundamentalmente en «la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital».

El jurado del Cervantes afirmaba también que «su obra poética va de lo carnal y lo puramente humano a lo metafísico, lo espiritual, hacia una aspiración de belleza e inmortalidad. Es el poeta intimista de la generación del cincuenta que más ha ahondado en la experiencia del ser humano individual frente a la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital. Francisco Brines es uno de los maestros de la poesía española actual y su magisterio es reconocido por todas las generaciones que le suceden».

¿Acaso la memoria, el paso del tiempo y la exaltación vital no desnudan la condición humana? La memoria como identidad, el tiempo como determinación y la exaltación vital como apuesta esencial. Brines dice: «El conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía».

Ciertamente, Brines, de hecho, nos habla siempre en su poesía de nuestra propia existencia como un paréntesis vital entre dos nadas. Pero hay intimismos idealistas y materialistas, y hay intimismos metafísicos y dialécticos.

Y como si su poesía se hiciera realidad en su carne, días después de recibir de manos de los reyes el premio Cervantes en su casa de Oliva (Valencia) por razones de edad y salud -una gran exaltación vital, aunque pequeña- Brines se retiró a la nada, elegíaca y física. Porque Brines nos dice que «casi siempre he escrito desde ese sentimiento de pérdida. Y la pérdida tiene unos valores por sí misma. La respuesta de la poesía tiene ambas facetas: gracia y pérdida. Por lo tanto, en ella está lo positivo y lo negativo. Pero lo negativo en un poeta puede ser, incluso, gran poesía».

Su poesía es hedonista y austera:

«No tuve amor a las palabras; / si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca, / fue por necesidad de no perder la vida, / y envejecer con algo de memoria / y alguna claridad».

Y apuesta porque

«puesto que nunca podrás dejar de ser el que eres, secreto y jubiloso, ama”. Y ante la pérdida de su madre: “Donde muere la muerte,/ porque en la vida tiene tan sólo su existencia./ En ese punto oscuro de la nada/ que nace en el cerebro,/ cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,/ ahora que la ceniza, como un cielo llagado,/ penetra en las costillas con silencio y dolor,/ y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita/ hacia lo negro./ Beso tu carne aún tibia./ Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido/ en tus brazos,/ un niño de pañales mira caer la luz,/ sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo/ que sabrá abandonarle./ Madre, devuélveme mi beso».

Los poemas de Brines son el mismo poema, que se extiende durante una vida, una larga vida. Un poema de la nada a la nada de un niño incomprendido que es expulsado del paraíso por las exigencias de la realidad adulta, y, por tanto, un poema de aquel que se siente incómodo en todas partes. Brines, vital y poéticamente era una pulsión amorosa, como cuando uno se siente inmortal de puro niño inconsciente y aún no conoce los peligros del amor: el resto del tiempo nos lo pasamos, aseguraba, queriendo enamorarnos y no queriéndolo a la vez.

«Yo soy ahora el perro que no ha muerto/ y soy también el miedo de Cristo abandonado. Ahora acerco tu rostro hasta mi boca, / y quiero que mi vida y tu historia concluyan bruscamente. / Y así existe el poema, no fue escrito por nadie».

Brines fue elegido académico el 19 abril de 2001 y tomó posesión el 21 de mayo de 2006 con un discurso titulado «Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda» que empieza: «Quien absolutamente me prendió para siempre a la poesía fue, en mi adolescencia colegial, Juan Ramón Jiménez. (…) Aprendí en él a descubrir y reconocer la belleza en el mundo exterior, con todas sus vislumbres, y a demorarme con complacencia en mis propios y más secretos sentimientos. Es decir, aprendí a gozar y valorar mi intimidad. El resultado final fue que arrastrara la adolescencia más allá de su tiempo biológico».

Pero se centra en que «nadie como Cernuda, en mi experiencia lectora, había sabido incorporar con tanta verdad y completud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema». Y añade: «la realidad y el deseo. La esencia de su poesía la constituye el conflicto que se establece entre esos dos términos, ya que el deseo, en muy contadas ocasiones logra el ‘acorde’ con la realidad, que se muestra esquiva. Son los momentos en que el poeta alcanza «la eternidad en el tiempo».

Y comparando epitafios con Cernuda: «Hay veces en que los poetas escribimos un verso que se nos impone por la significación que le otorgamos. Uno de ellos, largo, se me presentó como mi posible epitafio: Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde». [Y Cernuda dice] «Cuán bella fue la vida, y cuán inútil». Me di cuenta entonces de que si me emocionó tanto es porque ya estaba en mí, y reparé por vez primera en que mi posible epitafio y el verso de Cernuda se superponían, con algún matiz distinto. (…) Le desearía a Cernuda, ya instalado en su eternidad, que le pudiera llegar por un resquicio de su vacío cúbico el tiempo desvanecido que más amara, y que lo mismo nos pudiera suceder a todos los que, ya sin el tiempo, hemos amado el de nuestra vida. Así sea».

Y en sus últimos instantes, rodeado de sus seres queridos, Brines ha podido esbozar dos palabras de su puño y letra en un papel: «Os quiero». Y el escritor ha legado la finca familiar en Oliva, los treinta mil volúmenes de su biblioteca y su colección de arte a la Fundación que lleva su nombre para impulsar la poesía, que ya ha convocado la primera edición de sus premios en valenciano y castellano.

«Me gustan los nihilistas que perciben los placeres/ mientras opinan que la vida no tiene solución…/ solución a la lucha entre el placer y la realidad/ entre la vida y la muerte, esa eterna lucha/ de la que sólo somos meros representantes temporales. / Me gusta cuando los terriblemente nihilistas/ disfrutan como vitalistas/ ¡me siento, en ese momento, tan unido a ellos!»
(Prosas y otros versos, Eduardo Madroñal)

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