Lo primero que experimenta el lector de «Mapas del crimen» (Siruela) es el contraste entre la belleza de este libro y su contenido. Es este un lujoso volumen ilustrado con dibujos artísticos de época, fotografías reales de víctimas, verdugos e investigadores, postales con escenas de ejecuciones de asesinos, reproducciones de páginas de los periódicos que en su día contaron los sucesos, planos y mapas de los lugares en los que se cometieron algunos de los crímenes más siniestros de los siglos diecinueve y veinte… que contrastan, efectivamente, con el relato detallista, a veces horripilante, de los asesinatos.
Si es verdad que muchas veces la realidad supera a la ficción, nunca como en algunos ejemplos que se cuentan en este libro. Difícilmente se le hubiera ocurrido a cualquier escritor o guionista una novela verosímil o una película creíble con una trama como la que se cuenta aquí de Belle Gunnes, una mujer de origen noruego que mató al menos a cuarenta personas, incluidos dos de sus maridos y los hijos de ambos, en Indiana, en una granja de su propiedad, para beneficiarse de los seguros de vida de sus víctimas.
Los cuerpos fueron encontrados descuartizados y metidos en sacos de arpillera enterrados en las cercanías de la granja, después del incendio que calcinó la propiedad en 1908. Se especuló con que fuera la misma Belle Gunnes quien provocó el incendio antes de darse a la fuga, porque las pruebas de ADN nunca llegaron a confirmar que los restos humanos encontrados bajo las cenizas fueran los suyos. Ni siquiera los análisis que se repitieron en 2008.
Crímenes como los de Belle Gunnes, algunos incluso con más víctimas, fueron recogidos para este libro por el doctor Drew Gray, miembro de la británica Royal Historical Society.
Se cometieron en los años de tránsito entre los siglos diecinueve y veinte en Europa, América y Australia, en un momento en el que nacían los modernos métodos de investigación forense aplicados a la criminología mientras se aplicaba la fotografía para identificar y perseguir a los asesinos.
La prensa sensacionalista se ocupaba en profundidad de estos casos, influyendo a favor o en contra de los acusados, en una sociedad fascinada por las historias, a veces manipuladas, de estos asesinos.
El caso más mediático fue el de Jean-Jacques Liabeuf, quien mató a varios policías en diversos incidentes, movido por el deseo de venganza al haber sido condenado injustamente por proxenetismo.
A través de la prensa su proceso movilizó a la sociedad francesa. La izquierda política lo comparó con el caso Dreyfus. A pesar de la campaña mediática orquestada para salvar su vida, Liabeuf fue guillotinado el 1 de julio de 1910 después de que una manifestación de diez mil personas se enfrentara a los ochocientos policías que custodiaban la prisión en la que el reo pasaba su última noche. Entre los manifestantes estaban nada menos que Vladimir Ilych Lenin y Jean Jaurès, el líder socialista francés asesinado en 1914.
Muchos de los casos que aquí se recogen hubieran quedado sin resolver sin la obstinación de policías y detectives que insistieron, a veces en contra de sus superiores, en continuar investigando a sospechosos.
Aún así, aquí también se recogen algunos crímenes que quedaron sin resolver, el más destacado de los cuales es el de Luis II de Baviera. Y, por supuesto, los de Jack el Destripador, un asesino en serie cuya identidad nunca se llegó a descubrir (algunos de los asesinos cuyas historias se cuentan aquí, como Frederick Bailey Deeming, Ameer Ben Ali y el doctor Thomas Neill Cream, reivindicaron ser el auténtico Destripador cuando fueron detenidos, mientras que una mujer, Florence Maybrick, dijo haber matado a su marido al saber que era el célebre asesino buscado). Por cierto que los asesinos en serie son una de las especies más frecuentes en la larga nómina recogida en estas páginas.
Es curiosa también la relación de crímenes cometidos por dos personas que actúan en colaboración, casi siempre hombre y mujer. Uno de los casos más famosos fue el de Frederick y María Manning, ahorcados públicamente ante miles de personas, entre las que estaban los escritores Herman Melville y Charles Dickens (María sería su modelo para la asesina de «Casa desolada»).
Nada comparable a los sesenta mil testigos que presenciaron en Viena la ejecución de la banda formada por Jan Jiri, Ignaz Stangel y Jacob Falding. Otra pareja de asesinos, Alfred y Albert Strattow, fueron los primeros condenados gracias a la aplicación de las pruebas de huellas dactilares.
También llama la atención la frecuencia de envenenadoras (casi siempre son mujeres) y el habitual descuartizamiento de cadáveres tras los asesinatos. Hay también personajes cuya actuación criminal se amparaba en acciones que presentaban como las de bandidos generosos: Mathias Kneisse, Stefano ‘Il Passatore’ Pelloni y el más famoso de todos, Ned Kelly, alrededor del cual se gestó toda una leyenda.
De España sólo se recogen dos casos, el de los crímenes de la calle Montera de Madrid, cometidos por los hermanos Clara y Antonio Marina y el de la viuda Luciana Borcino, perpetrado por Higinia de Balaguer Ostalé y su cómplice, Dolores Ávila. La ejecución de Higinia a garrote vil el 19 de julio 1890 fue la última a la que se permitió asistencia de público en Madrid.