Muchos adultos reconocemos que no sabemos lo que estamos comiendo. Vamos al supermercado, elegimos productos por costumbre o por publicidad, y pocas veces nos detenemos a leer con calma las etiquetas. Cuando lo hacemos, nos encontramos con listas interminables de ingredientes, aditivos, números y porcentajes difíciles de entender.

Esta desconexión entre lo que creemos comer y lo que realmente ingerimos tiene consecuencias visibles. Cada vez hay más personas con molestias digestivas, alergias o intolerancias nuevas, y los especialistas no siempre encuentran una causa concreta.

Quizá la raíz del problema esté en algo más simple como haber dejado de conocer los alimentos. Nos alimentamos de productos, y pocas veces de comida real.

Etiquetas que engañan

Un ejemplo habitual puede ser aquellos productos que se venden como «carne», pero apenas contienen un veinte por ciento de ella. El resto son harinas, féculas, aditivos o potenciadores del sabor.

Leer una etiqueta no debería ser un acto de supervivencia, sino una habilidad básica y, la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN)nos puede guiar sobre el etiquetado de alimentos.

La industria alimentaria lo sabe, términos como «natural» «casero» o «rico en proteínas» atraen, aunque el contenido no siempre lo respalde.

Por eso, aprender a leer etiquetas es una forma de tener control sobre lo que comemos. Tampoco se trata de demonizar los procesados, sino de entender lo que estamos comprando.

Saber que el orden de los ingredientes refleja su cantidad, identificar los azúcares ocultos o distinguir entre grasas saludables y saturadas nos permite decidir con conocimiento.

Llevar una alimentación sana es, en definitiva, una herramienta de autonomía y de salud según la OMS. Cuanto más sepamos sobre los alimentos, más libres seremos de elegir.

Comprar con conciencia

Más allá de las estanterías del supermercado, existe otra forma de alimentarse, volviendo al origen. Elegir materias primas reales y mercados locales para reconectar con la tierra y con la comida. Comprar frutas, verduras, legumbres o carnes frescas, sin largas etiquetas ni envoltorios llamativos, es apostar por lo esencial.

Los mercados de barrio y los productores locales nos devuelven la confianza en el proceso. Podemos preguntar de dónde viene un alimento, cómo se cultiva o cuándo es su temporada. Esa información, que parece sencilla, tiene un enorme valor educativo. Enseña a infantes y adultos a mirar más allá del precio o del envase.

Educación alimentaria

En la escuela aprenderemos a sumar, leer o conocer el sistema solar, pero no aprendemos a alimentarnos, una habilidad práctica esencial. Sin embargo, la comida forma parte de nuestra vida mínimo tres veces al día.

La educación alimentaria debería ser tan importante como la educación física o la educación emocional. No es necesario memorizar pirámides nutricionales, sino comprender la relación entre lo que comemos, cómo nos sentimos y de donde viene nuestra comida.

Incluir talleres de cocina sencilla, visitas a mercados o ejercicios de lectura de etiquetas ayudaría a que los más pequeños desarrollen pensamiento crítico. Saber alimentarse es también una forma de cuidar de uno mismo y de los demás.

La educación alimentaria es una inversión en bienestar, conocimiento y futuro. Porque al final, saber comer es también saber vivir.

DEJA UNA RESPUESTA

Escribe un comentario
Escribe aquí tu nombre