Arami Garit Hernández

Ponerte un nombre al nacer se hace difícil cuando tus progenitores rebuscan en ancestros, en revistas de moda, series de televisión o en profundos recuerdos de sueños, viajes, exparejas, en el nombre del padre, de la madre y del sunsuncorde.

Ya de por sí habrá algún que otro enfado, discusiones familiares, suegros con pataletas y tíos con anginas de suplicar en sus segundos compuestos un acuérdate de mí cuando lo inscribas.

Es una tarea titánica mientas el vientre se hincha apresurado y las aguas vienen de camino, sobre todo las que rompen en cualquier lugar. En una parada de autobús, taxi, en el portal de la vecina, o en el preámbulo de un antojo.

En cualquier caso es difícil, muy difícil o cuesta mucho llamarse Antonio, Manuel o Maria Concepción.

Una vez que lo llevas en una pulsera de plástico reciclado con un código de barras en un hospital de cualquier lugar ya es imposible que se borre de la memoria del grupo familiar que te visita, del ramo de flores del amigo o amiga que te ha llamado o escrito por WhatsApp ni se sabe las veces.

Si al nacer se hace un problema incluso apodarte Fefa, por ejemplo, imaginaros sugerir el nombre con el que siempre soñaste llamar al chucho de tu novia, o al gatito de tu ex. Nombrar siempre se nos hace un camino extenso y lleno de dudas. De aquí que sugerírselo ya a un político, burócrata o congregaciones gubernamentales, sea todavía más imposible.

Centremos éstos deseos oportunos, dentro de razones fundadas e ideas modernas en una ciudad, como cualquier otra donde se conocen sus tiendas y mercados, sus bares y colegios por apellidos ilustres, santos y monjas, o herencias importadas.

Una vez conocí la constancia en un empecinado caballero de nombre José Antonio Sierra Lumbreras, nada sospechoso de no ser ilustre y español. ¿Su deseo?, poner un nombre. Precisamente no de su gato, ni de su perrito insociable y labrador.

El amado y su ciudad. Se volvió de una trotamunda trashumancia para descansar ya de una vez y por todas de ése largo viaje que es la vida y quiso despedirla con amor, con pasión y sentido común. Quiso nombrar lo que carecía de nombre. Quiso insistir a los políticos de turno, tarea difícil.

Quiso llamar al sonido por su música, al descalzo por sus zapatos y al desnudo por su ropa.

Quiso llamarle Teresa de Ávila a una estación de trenes y viajeros, de horarios y combinaciones, de rutas y destinos, de trabas y burocracias erguidas.

Quedó en la espera, en sus cincuenta metros de piso alquilado justamente enfrente de la estación de autobuses de una ciudad invernada y sin epitafios.

Y todo por querer poner nombre con sentido, ilustre e inteligente, a una estación sin nombre

Estación de trenes Teresa de Ávila.

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