El verano tiene un sabor distinto cuando se vive en el pueblo. No hace falta navegador para moverse, ni reloj para saber cuándo volver. Solo hace falta la bici, una pelota pinchada y un grupo de amigos que se reencuentran cada año como si no hubiera pasado el tiempo.

Esos son los días del pueblo: sencillos, intensos, y llenos de aprendizajes que ningún aula puede reproducir.

Cuando agosto comienza, en la provincia de Ávila, las calles de Hurtumpascual, Viñegra y Gamonal de la Sierra se llenan de vida. Casas que estaban cerradas todo el año vuelven a abrir sus ventanas, los patios se convierten en zonas de juego, y los bancos en tertulias improvisadas.

Sin móviles, sin pantallas. Solo paseos en bici, partidas eternas de cartas, baños en el pantano y meriendas en casa de la Tía Engracia. Esa casa que siempre tiene las puertas abiertas, donde no importa si hay hueco, si ya has merendado o si aún no te conocen del todo.. siempre entras.

En estos pueblos pequeños, donde solo hay quince chicos y chicas de distintas edades, no hay espacio para formar grupos cerrados. Todos se mezclan, juegan juntos, se cuidan, se enseñan. Un niño de seis años puede pasar la tarde con otro de trece, y ambos sacan algo valioso de esa relación: aprendizaje, paciencia, referentes, modelos.

Aquí no hay categorías escolares que separen ni algoritmos que filtren por edad. La amistad se construye por cercanía, por oportunidad, por voluntad. Y eso crea vínculos reales, variados y profundamente enriquecedores.

El pueblo como escuela alternativa de vida

La vida en el pueblo ofrece lo que la ciudad no siempre puede dar, un espacio libre, autonomía segura y una relación directa con la naturaleza y la comunidad.

El hecho de que los niños puedan salir solos, organizarse sin adultos, improvisar juegos con lo que hay, no con lo que se compra es, en sí mismo, un ejercicio de libertad responsable.

Estos veranos rurales son también una lección de cómo se convive con generaciones diferentes, se escucha a los mayores, se respeta el ritmo de quienes viven allí todo el año, y se comparte lo poco o lo mucho que cada casa ofrece.

En las tardes de pueblo, los conflictos se resuelven sin mediadores, las decisiones se toman en grupo, y se aprende a ceder, cuidar, esperar, acompañar. Las diferencias de edad o de gustos no dividen; al contrario, suman. Y lo que parecía una simple reunión veraniega se convierte en una escuela de convivencia, empatía y creatividad.

Porque cuando los teléfonos se quedan en casa y las tardes se estiran hasta la cena sin prisa, surgen los juegos verdaderos, las conversaciones espontáneas y los aprendizajes vitales.

Volver al pueblo es mucho más que unas vacaciones. Es reconectar con una forma de vivir en comunidad que merece ser recordada… y protegida.

Que pueblos escondidos de Ávila, de las capitales, cobren vida en agosto es una suerte, pero también una oportunidad educativa para aprender a convivir, a jugar sin tecnología y a valorar lo sencillo.

Como diría mi hermana pequeña, Gala, «aquí nos divertimos aburriéndonos»

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