América Latina es socialmente multiforme, pues tiene diversidad de configuraciones y contextos que establecen diferencias muy significativas entre los países, e incluso dentro de ellos, más allá que compartan no pocas características.

Si bien cada región tiene una problemática propia, es de destacar que existen amplios sectores marginados, afectados en su alimentación, la salud, la educación, entre otras áreas que son vitales y hacen a la dignidad humana.

En efecto, existen poblaciones muy vulneradas y poblaciones que revelan cierta fragilidad, sin mayores posibilidades de inclusión social ni de equidad.

Frente a esta injusta y penosa realidad, los liderazgos constituyen un factor clave, porque pueden mejorar estas situaciones, aunque también pueden empeorarlas…

En consonancia con lo que hoy se verifica en distintos lugares del mundo, en la región proliferan los liderazgos negativos, unos gatopardistas, negligentes o desinteresados por el bienestar social, y otros que son francamente destructivos, ya que arremeten contra el Estado al que acusan de ser la causa de todos los males, e invocan como única solución el libre mercado, la privatización de áreas socialmente sensibles, y en lo fáctico promueven una suerte de darwinismo social.

La Argentina es un caso patético de «liderazgo destructivo», que impacta con fuerza en las instituciones de la República, al punto que el actual presidente dice en los medios que ama ser el topo que destruye el Estado desde adentro…

Y es evidente que la libertad, la justicia, la democracia, son malinterpretadas, donde no falta una visión autoritaria, la intolerancia a las opiniones disidentes, la violencia verbal que conlleva el peligro de convertirse en violencia física, la promoción del odio a la prensa independiente, y a la hora de los posicionamientos geopolíticos, no se omite la doble vara.

Al parecer ésta es la tendencia contemporánea hacia una «democracia de vocación totalitaria» surgida de las urnas, que no acepta la disidencia y busca a toda costa la hegemonía.

En fin, es justo reconocer que en Latinoamérica no todos los liderazgos revelan estas anomalías, hay excepciones fácilmente identificables.

Los frentes ideológicos están al rojo vivo, en el caso de la Argentina por el alineamiento incondicional (al margen de la opinión pública) con los Estados Unidos e Israel, la no aceptación del multilateralismo, la ausencia de cooperación regional, y el Estado de bienestar que es visto como un factor negativo cuando no diabólico para la economía y la sociedad.

Pues bien, América Latina necesita establecer consensos regionales y tramitar los disensos con inteligencia. Pero lo lamentable es que los conflictos entre los líderes no se plantean de forma dialógica, respetuosa, con argumentos válidos, ya que a menudo llegan a la descortesía e incluso al agravio personal.

Está a la vista que son varios los países donde se gobierna a golpes de efecto, se buscan simbolismos y liturgias que cuando logran prender en ciertos sectores de la población, por cierto minoritarios, impresionan que se convierten en perennes.

La libido de los políticos está depositada en la estrategia electoralista, la buena gobernanza sería un hecho secundario, y la nueva hegemonía financiera termina creando todo tipo de exclusión social.

Los patrones o tipos de liderazgo están muy relacionados con la calidad institucional. Las retóricas grandilocuentes, el reparto de dádivas con fines proselitistas, la búsqueda de supuestos culpables, las narrativas conspiracionistas, de ninguna manera reparan ni solucionan las demandas razonables de sectores sociales mayoritarios.

Un liderazgo comprometido con el bienestar social es fundamental en contextos de pobreza y desigualdad como en América Latina, que desde hace tiempo es considerada la región más desigual del planeta en términos de economía, porque la brecha entre ricos y pobres es muy grande, además de ser persistente.

En este panorama desalentador, los líderes no son inocentes, ya que privilegian sus propios intereses y debilitan las instituciones.

La democracia necesita instituciones fuertes, en las que el ciudadano de a pie pueda confiar. Por ello es urgente preservar las instituciones de las prácticas dañinas de los liderazgos destructivos, que en su autopercepción, se consideran más allá de la legitimidad y el valor del poder que les depositó en confianza y transitoriamente el electorado.

El liderazgo ético es un valor axiológico, muy necesario en la praxis política, porque considera las prioridades del país, atiende los problemas cotidianos de la gente, desarrolla el sentido humanitario que debe existir en una sociedad integrada y, no alienta expectativas irreales, sino que proyecta una visión positiva de futuro que afianza el bien común.

En efecto, el liderazgo consiste en la capacidad de establecer una visión de futuro real, compartida con la gente, y a su vez desarrollar capacidades institucionales para alcanzar metas, que son objetivos con tiempo programado.

Desde ya que todo liderazgo exige responsabilidad por las consecuencias, porque en la región, no pocos de los resultados desastrosos responden a la consabida frase: «malos resultados no tienen padrinos».

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