A finales de los 60 del siglo veinte, llegué a Madrid. Llegué con tiempo de ver a Gento correr por la banda izquierda. Los del tercer anfiteatro pagábamos una entrada baratísima, pero estábamos de pie. Todos a la intemperie. Mi tío Pepe, trabajador de la construcción, me invitaba cuando podía. Él era del Atlético de Madrid y yo del (entonces) Atlético de Bilbao. Pero para él era importante que yo pudiera decir -en el futuro- que había visto jugar a Gento.
Era un mundo más bien asilvestrado. Durante el follón del partido, tipos castizos con cestas de mimbre recorrían el graderío. Pregonaban su mercancía: «¡Hay copas de coñá! ¡Coñá de marca!» Como las entradas del tercer anfiteatro, también aquel coñá era barato. Los adolescentes, y por supuesto todos los adultos, podían, podíamos, beber sin problemas. De manera que tío Pepe me quitaba el frío con alguna copa de vez en cuando. Sólo a veces, eso sí.
Aún quedaban tranvías. Los utilicé para llegar hasta Ciudad Lineal para ver partidos de Tercera División. En aquella parte alejada de la ciudad jugaba el Plus Ultra (origen del Castilla y luego del Real Madrid B). Tengo recuerdos de otro tranvía que bajaba de Moncloa hacia la Ciudad Universitaria.
En el metro, se podía evitar la subida de las escaleras de la estación de Gran Vía (que la dictadura había distorsionado imponiendo otro nombre a esa estación). Había que pagar una perra gorda (diez céntimos de peseta) para utilizar un ascensor que te subía al nivel de la calle. El ascensor estaba cubierto por un templete modernista precioso. Ah, para subir había que ponerse en la fila y llevar en la mano el precio justo. Te recogían la perra gorda, sin que tuvieras derecho a devolución alguna, para que la fila se moviera rápido. Y ya está, apretujados, p’arriba. Hasta el nivel de la calle.
Cuando viví en Vallecas, el equipo del barrio era otra leyenda. Sigue siéndolo. Íbamos al viejo estadio del Rayo Vallecano. Quienes vivíamos cerca trepábamos temprano al muro que daba a la avenida de la Albufera. Nos sentábamos en aquella pared insegura. Ventajas: no estar de pie y ver el partido desde una altura adecuada. Ganábamos visibilidad, pero era un peligro. El muro, que parecía muy castigado por el tiempo, se cargaba de gente. Todos hombres y críos, por supuesto. Algún borracho se caía de vez en cuando. Con ayuda de un par de grises (la policía uniformada), los empleados del club trataban de echarnos. Desde abajo, nos agarraban de los pies y tiraban de nuestros zapatos. Les costaba tanto obligarnos a bajar que -con frecuencia- terminaban cansándose. Éramos demasiados. La policía se llevaba a alguno de vez en cuando. Lo ponían fuera del estadio y regresaban a su puesto. Mientras, los demás volvíamos a pelearnos para subir de nuevo.
Yo tenía una banda en la zona del Alto del Arenal. Entonces, el metro no llegaba hasta allí. Para llegar a la ‘línea 1’ del metro y al estadio del Rayo, teníamos que atravesar unos descampados hasta Portazgo. Yo salía con los amigos de mi primo Antonio. Mi pandilla, era la suya. Fieles camaradas. Por ahí, por allá, íbamos a Palomeras, a dar patadas al Pozo del Tío Raimundo. A Atocha, adonde el metro iba que reventaba.
Vivía en casa de mi tía Rita, que más tarde me dejaría vivir solo en su minipiso de la calle Guillermo Pingarrón. Porque ella y mis primos habían emigrado a Alemania. Mi tía Rita me enseñó que si eres extremeña de Vallecas, pues en Alemania te haces entender sin ningún problema. También me enseñó a reír con Gila.
Disfrutábamos con los combates de lucha libre que había en el Campo del Gas. Estaba por Delicias. Tío Pepe me llevaba allí también para ver combates de boxeo. Una vez, Pepe Durán, quien fue campeón de Europa, le dio un directo duro a su rival y éste dejó escapar su protector dental. Cayó en el suelo, entre los asientos del público. Se lo devolvimos nosotros. El entorno era ruidoso y alborotador. Aunque como diría Gila, el fusilado, nos reíamos mucho.
En el Campo del Gas, cuando iban a salir los luchadores, dejábamos nuestros bocadillos de boquerones (o de chorizo) a un lado para animar al más impopular. Era nuestro método para divertirnos más. El hombre salía con un disfraz horrible que le tapaba el rostro. Mientras surgía amenazando al sector mayoritario del público -que le insultaba y le tiraba cosas-, nosotros nos poníamos del lado de “Mister X”. Chillábamos a coro: “¡Equis! ¡Equis! ¡Destrózalos!” El luchador aclamado se hinchaba y nos devolvía el saludo con sus puños.
Y como éramos un grupo de adolescentes alterados, los demás dudaban si debían meterse contra aquel grupo de Vallecas. Bueno, como escribió Castelao, perdonen ustedes lo salvaje por lo que tuvo de pintoresco.
Más tarde, cuando ya vivía cerca del puente de Segovia, ahora con mi tía Orencia y mi otro tío Pepe, que era fiel madridista, también me gustaba ir a la Ciudad Universitaria para ver partidos de rugby del Canoe. Me llevaba de la mano a mi primo José Andrés, más pequeño que yo. A veces, caminábamos desde el Manzanares para ahorrarnos el dinero del autobús. Al menos, en la ida.
Yo había pasado del Instituto El Brocense de Cáceres al San Isidro de Madrid. Primero en Cáceres y luego en Madrid, me encantaba correr y jugar al fútbol. Era mejor en lo primero que en lo segundo. Pero como medio siempre fui un medio-estorbo para el contrario. Un trotón incansable a quien no le importaban mucho los choques y las patadas de los otros. Así los agotaba, con mi acoso persistente. Porque mi toque de balón era impreciso. Mis disparos a puerta, raros y con poco éxito.
En el San Isidro empecé una tierna carrera de activista clandestino uniéndome a un grupo juvenil que puso carteles contra la visita de Nixon a Madrid. Nuestros panfletos ciclostilados contenían una caricatura del presidente de los Estados Unidos dentro de una cruz gamada. Decían “Nixon, asesino, fuera de Vietnam”. Yo tenía dieciséis años y ya nunca abandoné mi interés por la política. Tampoco dejé de seguir el fútbol y los deportes, aunque por ello mis nuevos amigos activistas -de otros barrios- me vieran más tarde, durante el final del franquismo y en la famosa Transición, como un bicho raro.
En fin, no sé si aquello fue como lo recuerdo o de otro modo; pero, como dijo Luis Buñuel, nuestra memoria «no está amenazada sólo por el olvido, su viejo enemigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día tras día». No perderé el tiempo contestando a quienes tengan el impulso de contradecirme. Mi Madrid iniciático resultó ser -más o menos- así. Y lo que no fuera de ese modo, pudo haberlo sido. Ya pagué mi perra gorda para subir hasta aquel fabuloso templete de la Gran Vía.