Todas las guerras generan una buena cantidad de libros que tratan de explicar desde sus causas y su desarrollo hasta sus consecuencias. No iba a ser menos la de Ucrania, a más de un año desde que el 24 de febrero de 2022 la Rusia de Putin decidiera invadir este país por motivos aún no del todo claros.
Uno de los primeros libros publicados sobre este conflicto aún en marcha es el del historiador y periodista Francisco Veiga, quien lo titula «Ucrania 22. La guerra programada» (Alianza), título que alude a la sátira de Joseph Heller «Catch 22» y que se inspira en la profética «La tercera guerra mundial» del general británico sir John Hackett.
Francisco Veiga comienza analizando las causas que provocaron la actual guerra de Ucrania desde que el accidente de Chernóbil diera lugar a la extinción de la Unión Soviética y a la activación de los nacionalismos en sus antiguas repúblicas. Ucrania no tardó en proclamar su independencia y transformar su economía. El referéndum para la independencia alcanzó un 92 por ciento de síes, también en el Dombas y en Crimea.
Ucrania no tenía un ejército que se pudiera considerar como tal. Su economía estaba colapsada, a pesar de que su industria de armamento había sido el treinta por ciento de toda la URSS. Sus fuentes energéticas eran escasas y las huelgas en el Donbas ponían en peligro los planes de independencia. Aún así, Rusia y EEUU se disputaban su alianza.
En 1994 ganó las elecciones Leonid Kuchna, partidario de la entrada de Ucrania en la OTAN siguiendo el ejemplo de países que habían formado parte del Pacto de Varsovia. Kuchna se había rodeado de una caterva de oligarcas que extendieron la corrupción a todo el territorio aprovechando las desnacionalizaciones y el paso del gas ruso por Ucrania. Informes de Transparencia Internacional pronto situaron a Ucrania como el segundo país más corrupto de Europa (el primero era Rusia).
En 2003, tras triunfar en Georgia la revolución de las rosas, se extendieron por los países de la ex Unión Soviética las llamadas revoluciones de colores. En Ucrania en 2004 triunfaba la Revolución naranja, que unió al país en las protestas contra el fraude electoral que dio la victoria al prorruso Yanukovich frente a Viktor Yushenko, apoyado por EE.UU. Las movilizaciones ciudadanas en la plaza del Maidan forzaron la repetición de las elecciones, que ganó Yushenko.
En 2010 el triunfo de Yanukovih aumentó el enfrentamiento entre las dos Ucranias, la que era favorable a Rusia y la que prefería como socio a la Unión Europea. Yanukovich se decantó por Rusia y entonces se produjo el llamado Euromaidan, apoyado por Europa y Estados Unidos que, a diferencia del anterior Maidan, estaba liderado por organizaciones violentas y paramilitares.
Los enfrentamientos con las fuerzas del orden provocaron setenta muertos y más de quinientos heridos. La impotencia de Yanukovich para detener los disturbios provocó su dimisión y su refugio en Rusia, dejando el control del país a los promotores del Euromaidan. Fue el posterior apoyo que los Estados Unidos y la Unión Europea dieron al Euromaidan lo que actuaría como detonante de la anexión de Crimea por Rusia, por el temor de Vladimir Putin a que la base de Sebastopol cayese en manos de la OTAN.
Y la situación de Crimea animó a los promotores de las repúblicas del Donbas a convocar referéndums de autodeterminación (no reconocidos entonces por Rusia), que terminaron en las proclamaciones de independencia de las Repúblicas de Donetsk y Lugansk.
Fue entonces cuando estalló la guerra en el Donbas, adonde Kiev envió al ejército y a unidades de signo ultraderechista financiadas por oligarcas ucranianos.
Por su parte, Rusia ayudó al Donbas también con fuerzas ultranacionalistas y neofascistas (Veiga titula este capítulo «Caín contra Caín»), una situación similar a la de las vísperas de la invasión: «Con esto no se quiere afirmar que el régimen ucraniano, en febrero de 2022, fuera de tendencia neonazi o estuviera en manos de los paramilitares de esa tendencia, o que el presidente Zelenski simpatizara con ellos (…) Pero sí que, en interés de la propaganda de guerra antirrusa, se le restó relevancia a un fenómeno que era grave…» y añade «Desde luego, no cabe dudar que la Rusia de Putin se había convertido en un laboratorio promotor de la ultraderecha internacional con la subvención activa de partidos neofascistas, ultras, conservadores y ultramontanos» (p.307).
La división en Ucrania se manifestaba por un lado con los neoeuroasianistas, que querían una Ucrania integrada en Rusia, y por otro los prooccidentales del Euromaidan. En esta situación Poroshenko ganó las elecciones en 2014, pero sus iniciativas de paz fueron frenadas por los neoeuroasianistas apoyados por Rusia. Fueron estos los responsables de derribar un avión de pasajeros en julio de ese año. Ucrania respondió con ataques a los insurgentes, en cuya ayuda acudió Rusia.
En 2019 Zelenski ganó las elecciones a Poroshenko con el 73 por ciento de los votos. El nuevo presidente se rodeó de amigos empresarios y hombres de confianza que coparon los altos cargos. Pero no consiguió los objetivos prometidos: terminar con la corrupción y con la guerra del Donbas, lo que hundió su popularidad. Según Veiga, Putin estaba dispuesto a firmar la paz en el Donbas pero reaccionó contra Zelenski cuando éste reclamó la devolución de Crimea.
Como había ocurrido en la guerra en Georgia en 2008 cuando Putin advirtió que no consentiría la entrada de este país y de Ucrania en OTAN, la guerra que se desató en el Alto Karabaj en 2020, en plena pandemia del COVID, tuvo importantes repercusiones porque supuso un acercamiento entre Turquía y Ucrania y esto hizo saltar las alarmas en el Kremlin. También la victoria fraudulenta de Lukashenko en Bielorrusia, apoyado por Putin, fue un aldabonazo que anunciaba una posible operación contra Ucrania.
La llegada de Biden a la presidencia de Estados Unidos era el apoyo que Zelenski necesitaba. El presidente ucraniano quería que su país se integrase en la OTAN, pero Biden prefería armar a su ejército ante un eventual ataque ruso. Así que «la guerra que estalló allí en febrero de 2022 fue la guerra de Putin, desde luego, pero también la guerra de Biden», dice Francisco Veiga (p. 215), convencido Biden de que Putin trataba de controlar Europa a través de reconstruir lo que había sido la Unión Soviética.
Entre los objetivos manifestados por Putin con la guerra destacan los de salvaguardar a Rusia del expansionismo de la OTAN, proteger contra el nazismo a las poblaciones prorrusas del Donbas y Crimea y devolver a Rusia el estatus de potencia respetada internacionalmente. Otro, tal vez el más importante, dividir Ucrania.
Francisco Veiga analiza también las campañas de propaganda de ambos bandos (es muy dudosa la identificación que hace entre las manipulaciones de la revolución en la Rumania de Ceaucescu y las víctimas de Bucha en Ucrania) y el bloqueo económico y energético contra Rusia, que en buena medida actuó como boomerang hacia las economías de Europa, en su opinión rehén de un conflicto entre Moscú y Washington.