«El capitalista simbólico» (Periférica) es la tercera entrega de una trilogía que el escritor Valentín Roma inició con «El enfermero de Lenin» y continuó con «Retrato del futbolista adolescente», sin que se sepa a ciencia cierta si va a continuar contando las peripecias del protagonista de todas ellas en la próxima novela del ciclo.
Etiquetarla como novela es arriesgado, pues no se trata de una historia con nudo y desenlace sino de un relato de difícil clasificación como género literario. Lo que sí es consecutivo es el desarrollo temporal de lo que aquí se cuenta, ya que discurre durante una década, entre 1991 y 2001, y los capítulos llevan como epígrafes cada uno de estos años de tránsito entre los siglos veinte y veintiuno.
Recién terminada su carrera universitaria y después de haber experimentado con algunos trabajos temporales, el joven protagonista de esta tercera entrega (alter ego del autor) entra a trabajar en la multinacional Michelin como redactor de una de sus colecciones de guías de viaje. Es una actividad gratificante porque le da la posibilidad de viajar y le proporciona unos ingresos generosos que le permiten independizarse de sus padres.
Hijo de un matrimonio de clase obrera, su status puede decirse que está ahora un peldaño por encima del de sus padres, quienes le educaron en los valores del proletariado y en una austeridad que no está dispuesto a mantener, incluso se permite ciertos derroches que escandalizarían a sus progenitores.
Sin embargo, y a pesar de tener ante sí un futuro prometedor en la empresa, no está del todo conforme con su trabajo y mantiene una conducta temeraria que provoca la irritación de sus jefes, a quienes detesta, que deciden despedirlo. Por si fuera poco, su extraño comportamiento es la causa también de la ruptura con su novia y de otros daños colaterales.
La vida del protagonista personifica el rechazo de cierta juventud a un modelo de sociedad con la que no se identifica y que además le provoca una inseguridad que influye en sus relaciones laborales, familiares y de pareja. El joven de esta historia va tomando conciencia de que su trabajo («aquel trabajo que me empequeñecía y me machacaba las certezas a cambio de engrosarme la cuenta bancaria») lo convierte en un burgués cuyos valores chocan con la educación que recibió de su familia y de su entorno.
A pesar de abandonar Michelin (en realidad provocó su despido) sigue manteniendo la inseguridad en los trabajos que va desempeñando de manera precaria y temporal (algunos relacionados con el mundo del arte, un guiño autobiográfico, pues Roma es comisario de exposiciones y actual director de un centro de Arte), sin llegar a conocer cuáles son los objetivos que busca.
Decidió dejar una carrera deportiva en la que no le iba mal (otra experiencia que conoce muy bien, pues Roma abandonó el Atlético de Madrid cuando era una promesa futbolística) y de la que recuerda con frecuencia las satisfacciones que le proporcionó, sin saber ciertamente qué buscaba en realidad: «yo abandoné el fútbol por un conjunto de razones que aún me parecen enigmáticas, un poco por militancia, otro poco por llevar la contraria».
Esta inseguridad y esta falta de objetivos claros se mantienen tanto después de abandonar su envidiable puesto de trabajo en Michelin como durante los episodios que afectan a su vida privada, que transcurre entre la monotonía y la falta de expectativas claras.
Escrito en un lenguaje desenfadado en el que predominan la ironía, el sarcasmo y un brillante sentido del humor, la lectura de «El capitalista simbólico» resulta un ejercicio gratificante que por momentos llega a arrancar al lector francas carcajadas.