La madrugada del 27 de noviembre de 1983 un avión que cubría la línea París-Bogotá se estrelló en las inmediaciones del aeropuerto de Madrid-Barajas. Entre las víctimas del accidente se encontraban el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, el peruano Manuel Scorza y el uruguayo Ángel Rama. Con este último viajaba su esposa, Marta Traba, argentina hija de un matrimonio de emigrantes gallegos formado por el periodista Francisco Traba y Marta Taín.
Marta Traba era una prestigiosa y consolidada crítica de arte que escribía para varias revistas especializadas de Colombia, el país en el que se instaló, colaboraba en programas culturales de la televisión Nacional y tenía publicados numerosos ensayos sobre arte contemporáneo.
Fundó el Museo de Arte Moderno de Bogotá e impartía clases sobre esta materia en la Universidad de Los Andes. Su actividad en el mundo del arte y sus publicaciones en este ámbito eclipsaron su faceta de poeta y escritora, que incluye «Los laberintos insolados», «Pasó así», «La jugada del día sexto», la novela póstuma «En cualquier lugar».
Una carrera literaria que iniciara en 1966 con «Las ceremonias del verano», galardonada con el Premio de Literatura Casa de las Américas, de La Habana, por un jurado formado por Alejo Carpentier, Mario Benedetti, Manuel Rojas y Juan García Ponce. Es esta narración la que acaba de publicar la editorial Firmamento para recuperar la figura de una escritora cuya obra merece un reconocimiento a la altura de su calidad literaria.
Mezclando las técnicas del relato objetivo y el monólogo interior, con enunciaciones expresivas cercanas a la prosa poética, «Las ceremonias del verano» son cuatro narraciones cortas escritas desde la angustia, el dolor, la incertidumbre y el desasosiego, de una mujer atrapada en una existencia que no le gusta o para la que no se siente preparada (cabe la interpretación de que se trate de mujeres diferentes). La protagonista recorre así varias etapas de su vida, desde la adolescencia a la cuarentena.
En ‘Il Trovatore’, nombre de un club social bonaerense en el que se celebra un baile al que acuden los hijos de la burguesía, la protagonista se siente incómoda en el ambiente asfixiante donde se mueven los jóvenes que buscan pareja y las muchachas que se exhiben como candidatas. El calor agobiante del verano contribuye a hacer más irrespirable la atmósfera y la empuja al llanto y a recordar e identificarse con el sentimiento de aquella abuela que se murió de pena, asomada permanentemente a la ventana de la casa en la que estaba recluida, a causa de la morriña que sentía de su paraíso perdido en Galicia.
Un calor tórrido está presente también en ‘París era una fiesta. Hemingway’, un calor que invade la buhardilla de la casa de huéspedes en París donde la protagonista vive una existencia libre y bohemia con una amiga lesbiana, mientras sufre la frustración por un amor que había sido «el mundo nuevo, bajo todo su aspecto», y en quien descubre una pasión homosexual.
Calor también en ‘Veermeriana’, durante un verano en una Roma a la que llega la mujer después de viajar desde Buenos Aires vía Génova en un barco en el que enamora a un joven de quien tiene un hijo y con quien sin embargo rechaza ir al matrimonio. La luz y el ambiente de los cuadros de Vermeer son los mismos que los de la casa de campo de Castelgandolfo en la que entra a servir a los Traglia, un matrimonio de fascistas mussolinianos venidos a menos, donde conoce a otra criada, Clementina, por la que manifiesta una ternura que nunca antes había sentido por nadie.
En ‘Pase, vea, entre al laberinto del amor’, la mujer recrea, desde la habitación del hotel de una ciudad que podría ser Bogotá pero también Nueva York, recuerdos y situaciones, entre la realidad y el ensueño, que la llevan desde el túnel del amor de un parque de atracciones a una playa en la que hay un coche semienterrado en la arena, imágenes de la película «Hiroshima mon amour» y un documental sobre el Holocausto, elementos todos ellos que la hacen reflexionar sobre la incomunicación y la muerte.