“Enya, un tratado sobre los placeres no culpables” es una lúcida reflexión sobre la música que verdaderamente nos gusta y nos emociona, escrita por el compositor, productor y pianista Chilly Gonzales.

No se trata de un libro biográfico sobre la música, la vida y los milagros de Enya, la «reina» de la New Age durante la última década del siglo XX. 

Chilly Gonzales (Jason Beck, Montreal, 1972) nos cuenta en este breve pero concentrado ensayo algunas cuestiones sobre la música y sus ingredientes: la melodía, la armonía, el ritmo, el vibrato, los instrumentos, los sintetizadores…

Aquí la música es observada y tratada desde la óptica de un artista, buen conocedor de los interiores de sus procesos de creación y producción. 

Se convierte también en una declaración de amor a la música que gusta de verdad, que hace vibrar, que se disfruta sin prejuicios, sin buscar la aprobación de aquellos prescriptores, críticos y periodistas musicales, que  señalan lo que es cool y lo que hay que despreciar.

Recurre el autor  —casi como base de su argumentación— al valor insustituible de una «nana», esa música esencial, sencilla, folk, con un propósito social básico.

La voz de una nana, tranquilizadora y reconfortante, elimina el dolor y la duda, y da seguridad a quien lo escucha. Ante una nana, sostiene Chilly Gonzales, «pensamos en una voz amable y natural en la que se pueda confiar».

Así, al escuchar a Enya —de manera libre y desinhibida— él se imagina siendo un bebé al que un hada madrina arrulla para que se duerma. Una voz etérea, pura, pero antes que nada es nuestra buena madre, y quiere que sepamos que todo irá bien.

LA ETIQUETA NEW AGE

El estilo que se denominó Nueva Era hacía referencia al ambiente místico, espiritual y esotérico de la época de la contracultura californiana. Acabó convirtiéndose en un cajón de sastre, en un sello que servía para definir a la música instrumental. Allí cabía todo lo que no era ni pop, ni jazz ni rock y cuyos discos no estaban divididos necesariamente por canciones. 

Se buscaba fusionar diferentes estilos: música de raíces folk, céltica, oriental, electrónica, jazz de vanguardia, clásica, minimalista… alejados de las canciones pop de consumo superficial e inmediato; se quería fomentar la calma, la autoconsciencia y la espiritualidad. 

El primer disco considerado new age fue grabado por Paul Horn, músico de jazz, en 1968. Su título, Inside the Taj Mahal. Esa grabación fue fruto de su estancia en India, junto a los Beatles y Brian Wilson, cuando seguíanlas enseñanzas de Maharishi Mahest Yogui y su Meditación Trascendental. Horn intentó captar aquella sensación de calma únicamente con su flauta, su clarinete y su voz utilizada como un instrumento más. 

Después se crearían sellos especializados, como Windham Hill, Narada o Private Music, que atrajeron a instrumentistas «en la frontera» como George Winston, Mark Isham, William Ackerman o Alex de Grassi.

Compositores como Vangelis, Kitaro, Jean-Michel Jarre, entre otros, también fueron catalogados como New Age, porque la etiqueta parecía vender bien.

Con el tiempo, muchos renegaron de esta “etiqueta” que, según alguna crítica, se había convertido en simples sonidos ambientales para salas de masaje, terapias diversas, clases de yoga y talleres de autoayuda.

LA MISTERIOSA ESTRELLA ENYA

Portada del libro Enya, un tratado sobre los placeres no culpables.

«Enya cantante me dejó bien claro que me encontraba ante una compositora visionaria que, además, resultaba tener una voz para la posteridad», afirma el autor de este Tratado sobre los placeres no culpables.

El hecho objetivo es que fascinó a un público muy amplio a partir de 1988, con su Orinoco Flow. Aquel sonido y aquella voz eran tan relajantes como lo era el yoga o la meditación, y Enya añadía la voz de ángel: etérea y pura. 

La figura de Enya pasó a etiquetarse como new age, y a considerar su música como un agradable fondo, de fácil escucha. Vendió millones de discos que contenían el esperado efecto balsámico en quienes los buscaban y escuchaban.

Sus apariciones y declaraciones públicas —nunca salió de gira— siempre han sido escasas. Lo que Enya deseaba era que sus canciones hablaran por si mismas… y por ella. Para ello contaba con los elementos distintivos de su música: la voz, las esencias gaélicas, las progresiones de acordes y los sonidos generados con los sintetizadores. 

Esa tecnología de los sintetizadores, simbolizada en el Roland D-50, permitía a Enya —y a otros músicos New Age— recrear artificialmente instrumentos acústicos reales y conocidos, desde la trompeta hasta los timbales, pasando por el fagot o el koto japonés. Aquellos sonidos se manipulaban para crear atmósferas y texturas sonoras nuevas y sugerentes, adecuadas para la relajación y la introspección. 

GUSTO MUSICAL

Enya mostraba «una fe en el poder de la música absoluta, así como una voluntad de expresarse como artista total y no solo como cantante».

Este Tratado sobre los placeres no culpables es el recordatorio de una figura musical tan especial como Enya. Pero sobretodo, es una defensa del verdadero gusto musical, aquel que involuntariamente te pone la piel de gallina y no el adquirido tras leer las listas de los críticos, que te advierten de lo que tienes que considerar guay o de lo que debes rechazar.

Reivindica Chilly Gonzales «las canciones a las que se vuelve en tiempos difíciles»; la banda sonora de la película de nuestra vida. Así, sin complejos, sin prejuicios, con los sentidos bien abiertos.

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