Hay que ver las pasiones variopintas que ha desatado Alonso Núñez junior en esta Sevilla capital del purismo flamenco. Y es que Memoria del pasado es un espectáculo -creado para esta Bienal de presupuestos tan reducidos como los aforos, que no hay espectáculo que dure más de la hora justita- que necesariamente se vive al cien por cien de forma subjetiva. Es decir, cada uno se identifica con partes de esa memoria según sus propias circunstancias vitales. Y eso ya es un triunfo para esta Memoria. Eso y la voz llena de armonías y registros prodigiosamente administrados por el Chico.
A mí sí me gustó esa puesta en escena en pantalla de fondo con su galería de horas y personajes de la memoria. Para dejar las cosas bien claras desde el principio, el primer personaje que aparece centrando el fondo es el innovador guitarrista y poeta trianero Manuel de Molina, uno de los mentores artísticos de Rancapino Chico. Y lo hace recordando un tema por bulerías del ceutí afincado en Triana. Porque este segundo Rancapino, conservador de los cantes de Cádiz y los Puertos, no canta como sus ancestros. Tiene porque puede y se lo permite su voz y su afinación personalísima y privilegiada, su sello propio bien marcado, es decir canta como Alonso Núñez Rancapino Chico. Canta de raíz, pero es un hijo de la innovación.
Evocó en su memoria a jerezanos como Manuel Torre, el pionero de la seguiriya que volvió a sonar en el Lope de Vega en la voz del de Chiclana como si cantara ante un altar. Y a Juan Moneo El Torta por bulerías de Cádiz, de su álbum Colores Morenos. Está claro que no sigo un orden cronológico de evocados en el concierto. Sevillanos, ahí estuvieron Antonio Mairena, de Mairena del Alcor, también por bulerías y el gran Manolo Caracol con su zambra más festera. Los fandangos del Alosno en memoria de Paco Toronjo. La memoria iba yendo más allá de los cantes, así percibimos el homenaje a El Torta quien murió joven, antes de tiempo. Y al creador de Los Canasteros, el tablao madrileño que nunca debió desaparecer aunque desapareciera su fundador, porque fue uno de los crisoles de grandes artistas y estoy hablando de los Habichuela, Juan y Pepe, de Manoli Carrasco, Pepe Marchena, Pastora Imperio, Manolo Mairena, Matilde Coral, El Farruco, Vicente Soto Sordera, Juan Morao, Paco Cepero, La Paquera…y no acabaríamos nunca.
Y de homenajes de doble memoria siguió la noche, porque al traer a escena al Camarón de 1992, con foto y uno de los cantes del disco que grabó cuando estaba muriéndose, Potro de rabia y miel, nada menos que Una rosa pá tu pelo, el pelo de La Chispa, su mujer, aquella gitanilla de La Línea que apenas adolescente presentó a Camarón su amigo del alma, Rancapino padre. Qué no tendrá oído el joven Rancapino de aquella amistad de uña y carne. Y así lo cantó, como una despedida entrañable.
Pero lo que más sorprendió fue que incluyera en la memoria El emigrante de Juanito Valderrama. ¿Por qué no una soleá, por qué no…? Para mí estuvo muy claro. El emigrante estuvo dedicada no al emigrante en busca de una vida mejor. Estuvo siempre dedicada al exiliado político. Valderrama era un antifranquista que tuvo que convivir con el franquismo, como tantos, en silencio. Silencio roto por el estribillo de la copla: Adiós mi España quería, dentro de mi alma te llevo metía. Y aunque soy un (…) jamás en la vía yo podré olvidarte. Cuando salí de mi tierra, volví la cara llorando, porque lo que más quería, atrás me lo iba dejando…
No es lo que dice alguien que puede volver cuando quiera y cada año de vacaciones. Es el lamento desgarrador de alguien que no sabe si vivirá lo suficiente para volver. Y con ese lamento, con ese dolor inasible, lo cantó Rancapino Chico.
En una casa de la calle Betis de Triana hay una placa que reza Ana Ruiz Hernández nació aquí en 18…murió en Collioure (Francia) en febrero 1939. Ana era la madre de Antonio Machado. Él la sobrevivió cuatro días, tras aquel terrible viaje a pie al exilio cruzando los Pirineos en febrero. No sé si los mató una neumonía o el dolor insoportable de tener que dejar una vida entera para no volver. Un dolor que mata.
Ese es El emigrante del gran Valderrama, ese es el emigrante que cantó Rancapino Chico…
Ficha artística:
Cante: Rancapino Chico.
Guitarras: Antonio Higuero y Paco León.
Violín: Bernardo Parrilla.
Palmas: José Rubichi y Manuel Cantarote.
Percusión: Poti Trujillo
Ana Morales En la cuerda floja
Desde siempre Ana Morales se ha reconocido como dual. Catalana afincada en Sevilla, bailarina y bailaora. Dual en la ambigüedad de sus relaciones con el género masculino, gracias a los silencios paternos, como tan bien narró en sus obras Réquiem y Canciones para el silencio.
Dice Ana que no hay argumento En la cuerda floja. No lo hay, hay vivencias, sentires, experiencias y actitudes para finalizar todo en caos. Parece que estuviera reflejando no solo su caminar, sino el caminar del mundo por una cuerda floja que hubiera de acabar necesariamente en un caos…que puede ser como en el final de la obra, a la carta de cada espectador.
Lo que está claro es que es un camino a recorrer en soledad. Sus músicos y compositores, el guitarrista José Quevedo y el contrabajista Pablo Martín Caminero, más la percusión de Paquito González, están ocultos o semi ocultos en un espacio separado del resto de la escena por una cortina de hilos brillantes…El escenario no puede estar más desnudo, entero para la bailarina/bailaora.
Todo ese espacio para mostrar con su danza dualidades en equilibrio y desequilibrio, deseos y acción racional, consciente y subconsciente. Nada nuevo en su mente, parece que quedaron cosas de antes sin solucionar, o quizá no tienen solución. Porque en la cuerda floja ya estuvo antes. Pero, ¿es que no estamos todos, durante el ciclo de vida más o menos en la cuerda floja, consciente o inconscientemente? Yo diría que solo hay momentos puntuales y efímeros de sentirse en tierra firme. Pero no siempre tiene que acabar en caos…
Me gusta siempre esa lentitud estudiada de Ana cuando danza, componiendo esculturas en movimiento, tomándose sus tiempos, consciente de cada músculo, de cada nervio de su cuerpo, como recreándose en cada segundo, viviéndolo como una micro creación. Es de una belleza indescriptible.
Me gusta esa introducción vestida de negro, con un inicio en el que se muestra como una silueta. Hay mucho arte en la dirección de Roberto Oliván y de ella misma. Fascina su deambular por el corpus equilibrio–desequilibrio, con esa maravilla de traje rojo pasión, que parece una gigantesca flor con múltiples pétalos, que va cambiando en sus movimientos, torsiones increíbles o tirada en el suelo. Cuenta mucho aquí de su caminar por la cuerda floja, tanto si es autobiográfico como si no lo es. Es biográfico a nivel humanidad, creo.
Está claro que las dualidades se visten de rojo. Ella dice que hay mucho flamenco, un sin fín de palos en la música de esta utopía escenificada. Pero ella lo absorbe todo. La música se siente lejana, casi como la voz en off de Sandra Carrasco. La música no se escucha, se percibe. A menudo como músicas más al oriente de donde estamos. Pero si ella dice que hay un falso tanguillo en cinco tiempos -los tiempos sí son claramente perceptibles a través de su cuerpo-, que Sandra canta por bulerías, que hay toques por soleá, por bulería, taranto, tangos, seguiriya y soleá, es que han estado ahí, como creando una atmósfera lejana por la que su cuerpo se mueve y vive sus conciertos y desconciertos.
Hablé unos momentos con Ana después de la representación. Habló de esa escena final, cuando se rasga un telón que deja al descubierto cosas, que cada uno vivirá a su manera. Ella como ruina y caos, según me dijo. Yo, como lápidas en un viejo cementerio, con un apagón final.
Pero toda esa complejidad conceptual consciente o no, se traduce en algo muy tangible: extraordinaria belleza.