Apunto de sonar el escopetazo de salida veraniega y que nos lancemos de bruces a copar playas, piscinas, ríos o pilones, antes de que parezca que estos meses pasados fueron un mal sueño, no está demás dejar constancia de que, durante este tiempo transcurrido, la vecindad, algunos vecinos, han dado muestras de solidaridad y entrega a los que, por razón de edad, trufada seguramente de miedo, precaución o síndromes varios, no salíamos de casa para nada.
Son los vecinos que han llamado a la puerta, nuestra puerta, no para pedir, sino para ofrecer ayuda, que siempre es de agradecer, máxime cuando de las cosas del comer se trataba. En nuestro caso fueron tres los que se ofrecieron desde el primer momento a ayudarnos a mi esposa y a mí, dispuestos a comprarnos lo que necesitásemos sin ningún problema por su parte. Vaya por delante nuestro agradecimiento y respeto, pensando que hay cosas que no tienen precio.
El conserje del edificio, Roberto, fue el primero de ellos, asegurándonos que lo mismo que hacía la compra para sus padres de paso nos la podía hacer a nosotros. Eran aquellos días de marzo en los que resultaba casi imposible encontrar nada, y solo consiguió alguna cosilla, pan de molde sobre todo, porque las estanterías de los supermercados estaban casi vacías. Lo curioso es que después de comprarnos algunas cosas, dejándonoslas en la puerta, jamás ha querido cobrarnos los ocho o diez euros que costaban aquellas viandas, por mucho que he intentado pagarle. Siempre dice que debe de haber sido otro vecino el que lo ha hecho, no admitiendo el dinero, que es suyo, porque de eso estoy seguro.
La segunda familia que se ofreció a ayudarnos fueron otros vecinos, Alfonso y Mónica, trayéndonos unos paquetes de café que les encargamos, y que tampoco han consentido que se los paguemos. Además, le encargué un domingo a Mónica como cosa extra que por favor me comprase el periódico El País, diario que para mí forma parte de mi día a día, ya que lo llevo leyendo desde 1976. Como mi esposa era contraria a que entraran en casa periódicos, argumentando que el papel podría traer virus, me vi obligado a leerlo medio a escondidas, casi en la clandestinidad, recordando los tiempos jóvenes en que leíamos publicaciones como Playboy, Penthouse o Lui también con mucha precaución, por ser revistas, al parecer, altamente peligrosas para la moral y buenas costumbres de nuestro sacrosanto país de aquellos años de un catolicismo acendrado.
El tercer vecino en ofrecerse desde el primer momento a ayudarnos es un chico joven, un vecino nuevo en el edificio, y solamente sabemos de él que se llama Nacho. Lleva poco tiempo de vecindad, de alquiler, y así, a primera vista, tiene pinta de intelectual de muchas campanillas. Nos dijo que como tenía que sacar al perro tres veces al día, aprovechaba para comprar lo que necesitaban en su casa, por lo que ya de paso nos podía comprar a nosotros lo que también necesitásemos.
Han sido solamente tres casos los que hemos vivido mi esposa y yo directamente, en nuestro edificio, pero seguro que debe de haber habido otros mucho cientos de miles a lo largo y ancho del país. Gente que ha estado dispuesta a ayudar a otros vecinos necesitados, y este gesto, el de ofrecerse voluntariamente a los demás, es algo digno de encomio, de agradecimiento, aunque la mayor parte queden en el anonimato. Por eso, como muestra, he querido mostrar estos casos en representación de todos. Va por ellos.
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