Tras cerca de cien días en dique seco, el llamado deporte rey, comúnmente conocido como fútbol, ha vuelto a ponerse en marcha en España con toda su inmensa parafernalia y trompetería mediática. Podría decirse que viene a ser como un dios pagano que ha vuelto para quedarse entre nosotros dispuesto a hacer las delicias de sus millones de seguidores. Aunque para millones, y esto también forma parte del espectáculo, los que cobran algunos de los sumos sacerdotes del calzón corto.
Habrán observado ustedes que no soy un gran aficionado al fútbol, y que estas líneas serían suficientes para colgarme del palo mayo de cualquier barco o carrusel deportivo que se precie, periodismo en el que hay excelentes profesionales. No tengo nada en contra del fútbol, ni de sus aficionados, entre los que tengo excelentes amigos, como Mariano, que se dejaría cortar la falangeta por el Real Madrid de sus amores, mientras que a otro, como Antonio, no les toques por nada del mundo al Barça de sus amores.
Pero mirando la cosa desde fuera, sin pasión ni menoscabo, ¿qué es realmente el fútbol en sí, para que despierte tantas pasiones? A grandes rasgos, y parodiando al que fuera inefable alcalde de Madrid, Tierno Galván, podría decirse que el fútbol es el ajuntamiento de once individuos que en calzón corto y de forma disciplinada intentan introducir un cuero inflado llamado balón en un rectángulo conocido como portería. Lógicamente, enfrente tienen a otros once hombretones que intentan hacer lo mismo, pero en dirección contraria.
Lo cierto es que el fútbol mueve pasiones y el fervor y admiración de millones de aficionados, al tiempo que millones de euros se mueven y bailan en esa danza ritual a medio camino entre el deporte y el negocio. Dicen los entendidos que en un Real Madrid-Barça las entradas se pagan a precio de pensión. Tanto debe ser, que tengo un amigo que cuando llega esta efemérides revende su entrada de socio y con lo que saca por ese partido paga toda la cuota anual de socio del Real Madrid.
El deporte rey para unos, o pan y circo para otros, ha vuelto a nuestros pueblos y ciudades haciendo las veces de cataplasma, emplaste o apósito ante la difícil situación en que nos encontramos acorralados por un coronavirus del que algunos sabemos tan poco, mientras que otros creen saberlo todo. Bienvenido sea si con su contemplación logran abstraerse unas horas varios millones de personas de la absurda situación.
Para terminar con el balompédico deporte, permítanme contarles una anécdota ocurrida en el seno familiar: como aficionados ligths al Real Madrid que somos en casa, en una ocasión fui con mis hijos a ver un partido del equipo merengue cuando ellos eran pequeños. Llegada la hora del descanso, y del ansiado bocadillo, mi hija me dijo que sentía ganas de llorar. Pensando que le pasaba algo le comenté que si le dolía la cabeza o algo por el estilo. “No papá –me comentó mi hija– es que estoy tan cerca de Iker Casillas, lo veo tan de cerca que me dan ganas de llorar de alegría”. “Pues llora si quieres, hija –le contesté-, porque con lo que me han costado las entradas, en el precio entra el derecho a llorar. ¿No ves cómo gritan los aficionados al árbitro, que le dicen de todo menos guapo? Pues tú, a lo tuyo, a disfrutar viendo de cerca a Casillas”.
Todas estas cosas, y otras muchas más, pueden llegar a ocurrir en el mundo del fútbol, deporte inventado, como otras tantas cosas, por los hijos de la Gran Bretaña.